Mentir es muy sencillo. Los hombres prefieren mentir por teléfono. Las mujeres, fingiendo estar ocupadas. Las palabras dicen una cosa y nuestro lenguaje no verbal, otra. Los alumnos de sus clases de oratoria se sorprenden cuando ella, parafraseando a Albert Mehrabian – el ilustre profesor emérito de UCLA, famoso por su teoría del 7-38-55- les comenta que las palabras suponen el 7% de lo que comunicamos.
Son, somos, un árbol de Navidad cuando mentimos. A ella, le divierte mirar los hombros de los políticos durante las ruedas de prensa. Para los anales de la Historia quedará Cospedal y su gloriosa comparecencia en diferido. Qué proxémica, qué cronémica, qué kinésica. Tampoco se queda corto Errejón.
Hasta la fecha, su comunicación gestual era sólida y sin fisuras. Después de 15 días de silencio, su postura evidenciaba fuertes desacuerdos con la decisión de su secretario general.
Lo más significativo cuando mentimos es que no nos gusta hacerlo y el cuerpo se rebela. Se presta demasiada atención al mensaje pero nos olvidamos de hombros, manos, cabeza, pies. Sencillamente, porque no creemos los que estamos diciendo. Y tenemos mucho calor.
El cuerpo es un maravilloso ente cibernético: todo está conectado. Nuestro estado de ánimo –como cuando mentimos- se refleja en nuestra postura. Y al revés.
¿Para cuándo un atril para móviles?
Por ello, los expertos comienzan a alertar sobre el denominado iHunch, la curvatura de cuello que adoptamos en el metro, por la calle, para mirar el móvil. Esa chepa 2.0, aparte de generar dolores cervicales, puede influir en nuestro humor ya que es la misma que adoptamos cuando tratamos de protegernos de algo, cuando estamos abatidos, cansados o asustados.
Otra cosa es que se esté mintiendo a la parienta por WhatsApp. En este caso, los efectos secundarios de los iHunch suelen manifestarse, milagrosamente, coronando la cabeza del otro.