"Merceditas, la hija del indiano", 16 (¡Final!)

Publicado el 12 noviembre 2010 por Sap
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Capítulo 16
“… y que el incendio culminase la destrucción consumiéndose por sí solo.”
(del capítulo anterior)
   Llegó la mañana y con ella, una de esas lluvias de abril que se deshilachan en fino aguacero, pero que en aquella ocasión fue suficiente como para dar término a lo que horas antes fuera pavoroso incendio. Sobreponiéndonos a la adversidad, el grupo que formábamos unos cuantos temerarios desafiamos el peligro de los derrumbes, e internándonos entre los escombros de lo que fue airosa casona de don Julián, pues de todas las llamas aún no se había extinguido la de nuestra esperanza, dimos comienzo a la búsqueda de Merceditas. Dantesco cuadro el que se ofreció a nuestros asombrados ojos. Las paredes maestras y las vigas formaron en su caída la geometría del irreal mundo que debimos explorar, atosigados los alientos por las fumarolas. Reducidos a cenizas, los ricos tapices y los damascos, las arañas de cristal, el distinguido mobiliario, mostraban cuánto fue su esplendor y cuánto era ahora su estrago. El soberbio piano de donde tantas bellas melodías nacieron, desparramaba sus teclas en el ennegrecido suelo como los dientes caídos de un animal prehistórico haciendo compañía a los admirables cuadros y los destruidos divanes. Aquellos muros que desprecio al aire fueron, yacían derribados sobre los entonces floridos patios, donde era ahora el amarillo jaramago quien publicaba la ruina. ¡Oh, hados, cómo poder soportar la afrenta de vuestros caprichosos reveses!
Sustrayéndonos a estas evocaciones de marcado lirismo, la llamada de un adelantado hizo que nos dirigiéramos a lo que fue antigua carbonera. Allí, tras la desvencijada puerta que se batía deshecha sobre los goznes, descubrimos para nuestro horror la sobrecogedora estampa que componían dos cuerpos, que abrazados y abrasados, parecían buscar un último e inútil gesto de protección. Apenas reconocibles por el furor con que con ellas cebáronse las llamas, Marijuli y su compañera de vigilancias, habían encontrado la más terrible muerte en el recinto donde fueron olvidadas. Aquella visión nos produjo hondo pesar, y aunque criaturas abyectas, merecieron por nuestra parte el homenaje de una postrera oración por sus almas.
Después y sin perder más tiempo, continuamos un ascenso a los infiernos en tanto que dimos con unos tramos de escaleras cuyos peldaños, retorcidos por el fuego sus mamperlanes de bronce, nos permitieron acceder a lo poco que quedaba de la planta principal. ¡Oh, amigo! El salón que fue escenario de bailes y saraos, el que guardó los ecos de las palabras galantes, el que albergó tanta dicha, era ahora covacha de tizones y refugio de la desolación. Mas ¿seré capaz de describir lo que allí hallamos? No, nunca sería posible, porque el lenguaje humano muéstrase incompetente herramienta al usarla para este cometido. ¡El horror! Jamás conocerás el significado de esta palabra si no viste aquel cuerpo calcinado que en extraño escorzo, tal un sarmiento hecho carbón, representaba el más extremo sufrimiento. El tabique caído que fue inclemente cortina descorrida, nos dejó ver lo que oculto estuvo, las cadenas y los grilletes con que se aherrojó a la desgraciada. ¿Cómo aquella deforme materia fue belleza en otro tiempo, cómo asociar la risa cristalina o la gracia de unos hoyuelos a aquel espanto irreconocible? No se detuvo nuestro padecer, pues a sus pies, compartiendo el breve espacio de lo que fue improvisada mazmorra, emparedamiento fatal, lóbrega alacena, yacía el cuerpecillo igualmente calcinado de un recién nacido al que el fuego, como en última burla, había respetado los ojos, los que abiertos nos miraban aterrados. Una mancha blanca velaba uno de ellos.
El desmayo vino a auxiliarme y sin sentido caí al suelo. Cuando recobré la conciencia halleme en mi cama al cuidado del médico y de mis padres. Durante cuatro días había sido preso de fiebres que me llevaron al delirio y a las más terroríficas alucinaciones. Jamás fui el mismo desde entonces y aunque han transcurrido casi diez años desde que la desgracia se cernió sobre nosotros, vuelvo a ser víctima de aquellos recuerdos terribles y la locura me atenaza de nuevo cuando en la víspera de San Abundio resuenan en el pueblo los lamentos inconsolables y fantasmagóricos de Merceditas, que acompañados del llanto de un niño, parecen surgir de entre los muros derruidos en atroz pesadilla que vivirá con nosotros para siempre”.
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Ya iluminaba el gas de las farolas las primeras calles del pueblo cuando terminamos el paseo. Mi amigo B., que desde la conclusión de la historia, no había vuelto a despegar los labios anegose en amargas lágrimas y, asaltado por temblores, aceleró el paso hasta ganar las puertas de su casa. En mi habitación, aquella misma noche, di comienzo a esta crónica, fiel reflejo de todo cuanto me contó. Si no fuera así, otro la cantará con mejor plectro.
F    I   N
Próximamente en esta pantalla, se facilitará de manera gratuita a todos los visitantes la versión completa y operativa, encuadernada en lujoso pdf y con incrustaciones de jpg, del hoy concluso folletín “Merceditas, la hija del indiano”. Asimismo, anunciamos a las sras. y sres. que conforman nuestro distinguido grupo de ‘Seguidores’, que recibirán en sus buzones particulares su ejemplar dedicado y firmado por el perpetrador... y es que ¡estamos que tiramos la casa por la ventana!Manténganse atentos.