Además de las conversaciones a voz en cuello, también se lleva mucho el taconeo por los pasillos de la iglesia. No sé que necesidad imperiosa lleva a algunas asistentes a estar todo el rato de arriba abajo, pero abundan las que se levantan y van hacia delante, a los primeros bancos, a hablar con alguien que está allí sentado. Y las que se levantan de los primeros bancos y van hacia los últimos, pero siempre con su tocotoc- tocotoc retumbando por todo el espacio parroquial. Quizá hacen esto para que todo el mundo vea lo monísimas que van, pero, vaya, seguro que hay una razón de más peso, aunque a mí no se me ocurra cuál pueda ser.Sin embargo, no han sido ellas las protagonistas de una escena sin parangón en los anales de la historia de las comuniones, presenciada con pasmo por una servidora hace unas semanas.Sucedió que, mientras el párroco hablaba sobre el significado de la ceremonia, salió de entre los primeros bancos un individuo, que por alguna razón se vio obligado a dejar su sitio, y que en su camino por el pasillo de la iglesia se percató de la presencia de un conocido suyo, que era, mira por dónde, el de la melena a lo Kidman.Al verse el uno al otro, se saludaron con la misma discreción con que los jugadores de baloncesto celebran una canasta de tres puntos: levantando las manos y entrechocándolas en un contundente palmetazo que resonó vergonzosamente por el humilde templo.Pero aún tenía yo otra comunión a la que asistir, dos semanas después, así que, por improbable que pudiera parecer, todavía quedaban posibilidades de una nueva conmoción.En este segundo caso, la ceremonia tenía lugar en una iglesia mucho más grande que la anterior, con lo cual, desde la entrada hasta los bancos, quedaba un espacio libre de considerable amplitud.Pues bien, en mitad de la ceremonia vi que en ese espacio había un grupo de cinco o seis niños ¡jugando al fútbol! Así como suena. Y esos niños obviamente no habían ido a la iglesia solos, pues el mayor no tendría más de nueve años. Esto quiere decir que allí había, sin duda, padres, abuelos y tíos de esos niños. Pero nadie les decía nada.Entonces yo, atónita y escandalizada ante tal situación, me acerqué a los chavales y les dije, simplemente, que estábamos en una iglesia y que en las iglesias no se juega. Y con la misma sencillez, los niños dejaron el balón inmediatamente y se disolvió el grupo; e incluso uno de ellos –un chiquillo de unos seis años- se puso a hablar conmigo, bajito, contándome que una de las niñas que estaban haciendo la Comunión era su prima, que los otros niños futboleros eran también primos suyos, y no sé qué más.Con todo esto llego yo a diversas y tristes conclusiones. Una de ellas es que la falta de educación, de decoro y de saber estar se ha impuesto en todos los ámbitos de nuestra vida. Que se ha perdido el respeto por todo, incluido el respeto por uno mismo; que nada tiene importancia, que ya nada es trascendente; que todo es superfluo, banal y frívolo. Otra es que hay adultos a los que les importa muy poco lo que estén haciendo sus niños mientras no los molesten a ellos. Si molestan a otros da igual.Y la que me parece más triste: que mientras a muchos niños se les dan mimos, consideración y protagonismo excesivos, hay otros que anhelan un poco de atención de los adultos y que, simplemente, hablen con ellos.
Un elemento que constituye parte fundamental de las comuniones y de las ceremonias en general, son los asistentes al acto.Los hay de todo tipo, por supuesto, pero los discretos, los correctos, por su propia naturaleza pasan desapercibidos. En cambio hay otros con los que ocurre justamente lo contrario: ponen gran empeño y dedicación en hacerse notar y en llamar la atención de los presentes.Esto lo consiguen, por un lado, con su aliño indumentario, que diría el poeta, o sea, su atuendo o vestimenta; y por otro, con su comportamiento.Hay personas que para ir a una comunión se visten y adornan con un boato excesivo, como esas señoras que llevan vestidos y arquitectura capilar más propios para ir a un cóctel en la embajada que para ver a los nietos recibir a Cristo por primera vez.Otras se decantan por un estilo completamente inapropiado para un acto en la iglesia del barrio, como esas jóvenes que van ataviadas más para la discoteca un sábado noche que para la parroquia un domingo por la mañana: vestidos ceñidos, grandes escotes, maquillaje a tutiplén y derroche de peluquería.Pero seamos ecuánimes: los caballeros, cada vez más, también cuidan muchísimo su estilismo, y vienen mostrando en los últimos años una especial predilección por el look gángster-chic. En una de las comuniones a las que he sido gentilmente invitada este año, me llamó especialmente la atención un señor al que veía de perfil desde mi sitio en la iglesia. Lucía el hombre una larga melena, rubia y rizada, que envidiaría la mismísima Nicole Kidman, y que sujetaba, a modo de felpa, con una gafas de sol que para sí querría Elton John.Sin embargo, no es el asunto de los atuendos lo que más me asusta. Allá cada cual con su gusto y su libertad de elección. A mí lo que más asombro y desconcierto me causa es el comportamiento de algunos durante las ceremonias.Parece que hay personas que no tienen una idea muy clara de dónde se encuentran. Es decir, o bien ignoran que están en una iglesia, o bien ignoran qué es una iglesia.Yo no soy persona pía, pero una cosa es la falta de devoción o de fe, y otra la falta de respeto y de educación.Y es que no consigo entender por qué la gente habla –y habla constantemente- durante la celebración, mientras el cura se dirige a los presentes, mientras los niños comulgan, mientras leen o mientras cantan. Pero lo llamativo no es solo que hablen y que hablen sin parar, sino que hablen a voces, a grito pelao, comentando sus cositas como el que está en el parque:-No, yo le dije a la Encarni que no me daba tiempo a venir, pero al final mi Jose me dijo que me podía traer, y digo, ay, pues si tú me puedes llevar, asín veo yo a los chiquillos.
Además de las conversaciones a voz en cuello, también se lleva mucho el taconeo por los pasillos de la iglesia. No sé que necesidad imperiosa lleva a algunas asistentes a estar todo el rato de arriba abajo, pero abundan las que se levantan y van hacia delante, a los primeros bancos, a hablar con alguien que está allí sentado. Y las que se levantan de los primeros bancos y van hacia los últimos, pero siempre con su tocotoc- tocotoc retumbando por todo el espacio parroquial. Quizá hacen esto para que todo el mundo vea lo monísimas que van, pero, vaya, seguro que hay una razón de más peso, aunque a mí no se me ocurra cuál pueda ser.Sin embargo, no han sido ellas las protagonistas de una escena sin parangón en los anales de la historia de las comuniones, presenciada con pasmo por una servidora hace unas semanas.Sucedió que, mientras el párroco hablaba sobre el significado de la ceremonia, salió de entre los primeros bancos un individuo, que por alguna razón se vio obligado a dejar su sitio, y que en su camino por el pasillo de la iglesia se percató de la presencia de un conocido suyo, que era, mira por dónde, el de la melena a lo Kidman.Al verse el uno al otro, se saludaron con la misma discreción con que los jugadores de baloncesto celebran una canasta de tres puntos: levantando las manos y entrechocándolas en un contundente palmetazo que resonó vergonzosamente por el humilde templo.Pero aún tenía yo otra comunión a la que asistir, dos semanas después, así que, por improbable que pudiera parecer, todavía quedaban posibilidades de una nueva conmoción.En este segundo caso, la ceremonia tenía lugar en una iglesia mucho más grande que la anterior, con lo cual, desde la entrada hasta los bancos, quedaba un espacio libre de considerable amplitud.Pues bien, en mitad de la ceremonia vi que en ese espacio había un grupo de cinco o seis niños ¡jugando al fútbol! Así como suena. Y esos niños obviamente no habían ido a la iglesia solos, pues el mayor no tendría más de nueve años. Esto quiere decir que allí había, sin duda, padres, abuelos y tíos de esos niños. Pero nadie les decía nada.Entonces yo, atónita y escandalizada ante tal situación, me acerqué a los chavales y les dije, simplemente, que estábamos en una iglesia y que en las iglesias no se juega. Y con la misma sencillez, los niños dejaron el balón inmediatamente y se disolvió el grupo; e incluso uno de ellos –un chiquillo de unos seis años- se puso a hablar conmigo, bajito, contándome que una de las niñas que estaban haciendo la Comunión era su prima, que los otros niños futboleros eran también primos suyos, y no sé qué más.Con todo esto llego yo a diversas y tristes conclusiones. Una de ellas es que la falta de educación, de decoro y de saber estar se ha impuesto en todos los ámbitos de nuestra vida. Que se ha perdido el respeto por todo, incluido el respeto por uno mismo; que nada tiene importancia, que ya nada es trascendente; que todo es superfluo, banal y frívolo. Otra es que hay adultos a los que les importa muy poco lo que estén haciendo sus niños mientras no los molesten a ellos. Si molestan a otros da igual.Y la que me parece más triste: que mientras a muchos niños se les dan mimos, consideración y protagonismo excesivos, hay otros que anhelan un poco de atención de los adultos y que, simplemente, hablen con ellos.
Además de las conversaciones a voz en cuello, también se lleva mucho el taconeo por los pasillos de la iglesia. No sé que necesidad imperiosa lleva a algunas asistentes a estar todo el rato de arriba abajo, pero abundan las que se levantan y van hacia delante, a los primeros bancos, a hablar con alguien que está allí sentado. Y las que se levantan de los primeros bancos y van hacia los últimos, pero siempre con su tocotoc- tocotoc retumbando por todo el espacio parroquial. Quizá hacen esto para que todo el mundo vea lo monísimas que van, pero, vaya, seguro que hay una razón de más peso, aunque a mí no se me ocurra cuál pueda ser.Sin embargo, no han sido ellas las protagonistas de una escena sin parangón en los anales de la historia de las comuniones, presenciada con pasmo por una servidora hace unas semanas.Sucedió que, mientras el párroco hablaba sobre el significado de la ceremonia, salió de entre los primeros bancos un individuo, que por alguna razón se vio obligado a dejar su sitio, y que en su camino por el pasillo de la iglesia se percató de la presencia de un conocido suyo, que era, mira por dónde, el de la melena a lo Kidman.Al verse el uno al otro, se saludaron con la misma discreción con que los jugadores de baloncesto celebran una canasta de tres puntos: levantando las manos y entrechocándolas en un contundente palmetazo que resonó vergonzosamente por el humilde templo.Pero aún tenía yo otra comunión a la que asistir, dos semanas después, así que, por improbable que pudiera parecer, todavía quedaban posibilidades de una nueva conmoción.En este segundo caso, la ceremonia tenía lugar en una iglesia mucho más grande que la anterior, con lo cual, desde la entrada hasta los bancos, quedaba un espacio libre de considerable amplitud.Pues bien, en mitad de la ceremonia vi que en ese espacio había un grupo de cinco o seis niños ¡jugando al fútbol! Así como suena. Y esos niños obviamente no habían ido a la iglesia solos, pues el mayor no tendría más de nueve años. Esto quiere decir que allí había, sin duda, padres, abuelos y tíos de esos niños. Pero nadie les decía nada.Entonces yo, atónita y escandalizada ante tal situación, me acerqué a los chavales y les dije, simplemente, que estábamos en una iglesia y que en las iglesias no se juega. Y con la misma sencillez, los niños dejaron el balón inmediatamente y se disolvió el grupo; e incluso uno de ellos –un chiquillo de unos seis años- se puso a hablar conmigo, bajito, contándome que una de las niñas que estaban haciendo la Comunión era su prima, que los otros niños futboleros eran también primos suyos, y no sé qué más.Con todo esto llego yo a diversas y tristes conclusiones. Una de ellas es que la falta de educación, de decoro y de saber estar se ha impuesto en todos los ámbitos de nuestra vida. Que se ha perdido el respeto por todo, incluido el respeto por uno mismo; que nada tiene importancia, que ya nada es trascendente; que todo es superfluo, banal y frívolo. Otra es que hay adultos a los que les importa muy poco lo que estén haciendo sus niños mientras no los molesten a ellos. Si molestan a otros da igual.Y la que me parece más triste: que mientras a muchos niños se les dan mimos, consideración y protagonismo excesivos, hay otros que anhelan un poco de atención de los adultos y que, simplemente, hablen con ellos.