He tenido en la vida una amante a la que siempre he tratado con la desconsideración de recurrir a ella como alternativa o escapatoria de mis deberes u obligaciones principales. Ha sido una amante que nunca ha estado conforme con ese papel secundario al que la relegaba una situación que no permitía más orden que el formalmente establecido. Con todo, me ha acompañado toda la vida confiando convertirse en parte de ese orden regulado por los convencionalismos que determinan lo normal y lo anormal en cualquier comportamiento. Mi amante ha sido, empero, sumamente paciente y generosa ante las renuncias de las que ha sido objeto cuando yo hacía prevalecer la esperada formalidad del proceder serio y cabal, aquel que no se rige por aventuras veleidosas sino por la rectitud de lo correcto. La infidelidad para con éste no garantiza ni satisface las expectativas con aquellas, por mucho que uno intente compaginarlas con una doble vida en la que, al final, se engaña uno mismo.
En cualquier caso, mi amante me ha hecho disfrutar muchas veces del placer de acariciar lo que no estaba a mi alcance o no me pertenecía, pero me era muy apetecido. Y aunque constantemente la he preferido a cualquier otra cosa, nunca pude corresponderle con la entrega y la dedicación que me reclamaba. Unas veces por miedo, otras por cobardía y todas por esa comodidad egoísta que opta por lo seguro y asequible, sin sacrificios ni esfuerzos. Es una posición conformista que no te libra de estar a disgusto, a la par, con esas obligaciones que apenas satisfacen y con lo que anhelas prohibido, pero no te aventuras conseguir.
De alguna forma, así podría resumirse mi vida. Me he afanado en ella por alcanzar lo posible, aunque no me gustara, en respuesta a las obligaciones que se me exigían, pero sin dejar nunca de desear con pasión lo que de verdad me atraía, que era la compañía de esa amante que congeniaba con mis aspiraciones más íntimas. Si el deber me hacía transitar el camino de la rectitud, ella me encendía la ilusión ensoñadora que conducía a una utopía de la felicidad. Ahí radica precisamente la embriagadora seducción de toda amante: alimentar los sueños de una fantasía que la mayoría de los mortales albergamos en lo más recóndito del ser.
No obstante, su dulce veneno ya me había sido inoculado y surtiría efectos a lo largo del tiempo. Me aficioné a leer la prensa, en parte contagiado por una costumbre paterna, y en parte por el afán de adquirir las habilidades narrativas del reportero y las destrezas de un editor. No era infrecuente, en aquel remoto paisaje de mi juventud, que me entretuviese en descomponer un reportaje periodístico para volverlo a componer a mi antojo sobre unos folios reescritos a máquina, en especial si versaba sobre astronomía o astronáutica, asuntos de mi predilección.
Así fue como, paulatinamente, me impuse la firme voluntad de terminar los libros que me costaba esfuerzo leer hasta el punto final, a pesar de que los iniciara con verdadera curiosidad. También es verdad que tampoco leía novelas, sino ensayos que mi tendencia por la ciencia hacía interesantes. Tótem y tabú, de Freud, El mono desnudo, de Morris, y otros por el estilo fueron de los primeros libros absorbidos con sorprendente deleite. La prensa diaria y los libros pronto hicieron despertar el interés por la política y hasta por la filosofía, dentro de lo que cabe esperar en un adolescente que estaba a punto de comenzar sus estudios universitarios. Archipiélago Gulag, de Soljenitsin, es muestra de ese esfuerzo lector que a finales del bachillerato ya me dominaba, junto a El miedo a la libertad y El arte de amar, ambos de Fromm, o El lobo estepario, de Hesse, El rayo que no cesa, de Miguel Hernández e, incluso, La penetración americana en España, de Vázquez Montalbán. Esta parte, digamos “académica” a que me obligaba mi amante, era compartida con la afición por los platillos volantes. Más que creer en extraterrestres, la “ufología” me permitía dar satisfacción a esa querida que me impulsaba a redactar noticias, escribir artículos y confeccionar un boletín con el que ensayaba los rudimentos del arte de la edición y la impresión, eso sí, de manera bastante artesanal y autodidacta. También me hacía estar al día en la lectura de las últimas novedades: El retorno de los brujos, de Pauwels y Bergier, Pasaporte a Magonia, de Valle, Platillos volantes… aquí y ahora, de Edwards, y la “biblia” que todo estudioso español debía poseer: Un caso perfecto, de Ribera y Farriols. En un arrebato de osadía, me permitía incluso enviar cartas a la prensa y hasta proponer al periodista Carlos Murciano la conveniencia de entrevistar a un investigador sevillano, que consideraba referente en tales misterios, para que lo incluyera en los reportajes “Entrevistas en 4 capítulos” que publicaba en el diario ABC de Sevilla (enero 1973) y que dieron lugar al libro “Algo flota sobre el mundo”.
Es así como mi amante me fue atrapando con los fuertes lazos de la seducción y me mantenía embelesado con los encantos que me mostraba en esos ratos fugaces con lo prohibido. Pude haberle sido sincero y reconocerle que nunca abandonaría mis obligaciones por ella, pero no tuve arrestos para decepcionarla. Continué prometiéndole un futuro compartido que nunca llegaría. Y mientras aguardaba que cumpliera mis promesas por la escritura, me matriculé en Enfermería como estaba indicado en un hijo de médico, anteriormente maestro, que no acababa de sentar cabeza y de afrontar sus obligaciones de futuro. Nada más lejos de mis inclinaciones que dedicarme a cuidar enfermos, curar heridas y poner inyecciones. Pero, no siendo capaz de estudiar medicina, al menos sería un sanitario de menor rango, pero sanitario. Las circunstancias de esta decisión son complejas y diversas, y todas estaban generadas por los imperativos del deber y la sensatez. Ellas fueron las que me alejaron de mi amante durante muchos años. Entre otros motivos, porque podía ser acomodaticio, pero conservaba la dignidad, que es lo me hizo suplir con espíritu perfeccionista lo que en absoluto era de mi agrado. No me gustaba ser enfermero, pero más insoportable resultaba ser un mal enfermero, por lo que procuré, al menos, ser un honesto profesional. Aún así, no la olvidaba.
Durante ese tiempo de formación y ejercicio profesional, mi amante estuvo desplazada a furtivos encuentros en los libros, las revistas y los periódicos. Esporádicamente, mantendríamos apasionadas citas en artículos de boletines corporativos (como aquel trabajo sobre “punción arterial” publicado en Hygia, revista científica del Colegio de Enfermería de Sevilla, en el año 1989, y al que siguieron otros en el transcurso del tiempo), en las cartas al director de la prensa o en la edición de libelos clandestinos en el hospital donde trabajaba. Cada vez que la llamaba, ella acudía a mi encuentro con el ingenuo convencimiento de estar aproximándose el momento de formalizar nuestra relación. Pero nunca fui capaz de ello, ni tan siquiera de proponérselo.
La buscaba como un animal encelado a través de libros que devoraba sin parar y en cuentos que escribía con la sesgada intención de reconquistarla. A veces presentía su presencia invisible cuando me enfrascaba en elaborar ficción, como “Diógena”, “El clavo”, “La crecida”, “La bicicleta roja” y otras con las que intentaba reconstruir la relación de la que surgió “Atropellado”, un relato publicado en el periódico El Correo de Andalucía, allá por la friolera de 1990. Estaba poseído por una locura de amor que me haría zambullir en la redacción de decenas de microrrelatos, en minúsculas historias hospitalarias y, una vez más, en la pretenciosa narración por fragmentos de mis vicisitudes infantiles en el Caribe. Leía y escribía, pero nada me reconciliaba con una amante despechada que me abandonó justo cuando más la necesitaba y mayores muestras de devoción le dispensaba. Incluso me matriculé en una escuela de escritores que sólo me sirvió para reavivar su recuerdo y añorar los felices momentos que disfruté en su compañía. Estaba claro que la escritura era mi pasión y la causa de mis desvelos e infidelidades. Me había pasado toda la vida simulando ser una persona volcada en su profesión cuando en realidad aspiraba a la quimera de la escritura, a esa fantasía de plasmar en páginas lo que la imaginación moldea con lo real y lo irreal para construir un nuevo mundo u ofrecer una visión particular de este.