Amigo es, ni más ni menos, una almohada de cama de 90. El nombre se lo pusimos entre mi marido y yo cuando él me decía, noche tras noche durante mi embarazo, que parecía que éramos tres durmiendo en la cama y que abrazaba a esa almohada con más cariño que a nadie en el mundo.
Cuando me dieron de alta en el hospital, lo más difícil, sin duda, fue dormir con dificultades para respirar. La mejor postura era de lado, sí, pero el peso de la pierna y el brazo que quedaban en el lado opuesto al colchón me oprimía mucho y no me dejaba respirar. Una noche se me ocurrió coger una almohada blandita que teníamos por ahí abandonada, proveniente de la cama de soltero de mi marido (¡total casi nada!) y probar a ponérmela entre las piernas, desde más abajo de las rodillas, y apoyando también el brazo encima. Alivio inmediato. Al tener la rodilla y el brazo apoyados en la almohada, me aliviaba de la presión extra que suponían y respiraba mucho mejor. Además, la funda de esa almohada es de esas que enseguida se quedan frías, lo cual era un gustazo con los sofocos que tuve todo el verano.
Así que desde la semana 18 de embarazo hasta después de tener al niño, me abrazaba a esa almohada todas las noches con auténtica devoción. Entre lo que ocupábamos mi bombo y yo y la almohada, mi marido el pobre dormía a puntito de caerse de la cama, de ahí que terminara teniendo ciertos celillos de mi amigo.
Nuestra relación terminó después de dar a luz. Lo seguí usando los primeros días después de la cesárea porque me aliviaba bastante, pero al final dejé de usarlo casi como las pre-adolescentes que se obligan a dejar sus muñecas para hacerse mayores, más que nada para que mi marido recuperara su espacio en la cama.
Pero ahí lo tengo, bien guardadito, por si algún día vuelvo a necesitarlo. Si es que hay veces que no hace falta irse a comprar nada a una tienda cuando tenemos un buen apaño en casa.
(¡¡Aunque esta almohada de la foto debe ser un gustazo!!).