Hoy no voy a hablar de comunicación. Bueno, quizá sí pero me referiré en todo momento a su rama de toda la vida: la tradicional, sin intermediarios personales o tecnológicos de por medio. El caso es que he hecho un nuevo amigo y tengo ganas de contarlo. Para ser más exactos es él el que ha llevado la iniciativa en todo momento. Se llama Jaume, tiene 6 años y es autista. La cosa fue así. Hace unas semanas cuando me dirigía a trabajar, en una de las muchas paradas que me incitan a despegar la vista de la lectura protocolaria de turno, subió al autobús un personaje muy especial. Al principio no pasé de echarle un vistazo general justo cuando su figura quedó a la altura de mi perspectiva, mientras se dirigía hacia mi posición en la última fila de asientos. Una vez se sentó a mi lado, todo cambió. Enseguida noté una presencia potente, de energía absorbente que lo bloqueaba todo. Giré el cuello ligeramente a la derecha y allí estaba pegado a mi, mirándome a los ojos con una sonrisa transparente. Cómo iba yo a saber que estaba entregándole la combinación de su caja fuerte a un extraño. La suya fue una conquista por la fuerza, irrevocable y sin concesiones. No tuve más remedio que ofrecerle mis muñecas y someterme a su encantamiento. Mientras todo eso sucedía, a escasos metros se encontraba un héroe anónimo, su padre. Apenas observándolo unos instantes percibías el formidable vínculo que le unía a su hijo, capaz de sortear puertas acorazadas y pasadizos sin lumbre para la mayoría. Una conexión preferente que no siempre soporta la misma densidad de tráfico de subida que de bajada, y en esos casos sólo papá tiene acceso al circuito para restablecer el sistema.
El primer día que coincidimos desconocía que Jaume padecía autismo aunque no en el grado más severo. En aquella presentación su segunda incursión consistió en apostar su cabeza en mi brazo y, tras varios segundos absorto, recuperar esa mirada para acompañarla de otra mueca sonriente inapelable. Ahí me dí cuenta de que era un niño especial, sorprendentemente normal. Era desconcertante comprobar como habiendo coincidido apenas unos minutos en el mismo espacio, alguien tan menudo como misteriosamente interminable podía dejar al descubierto lo mejor de mí sin siquiera pretenderlo.
La segunda vez que coincidimos fue la semana pasada. Todo el proceso discurrió de forma parecida. Yo repetía asiento en la última fila y él se abalanzó hacia allí mientras su padre le señalaba un sin fin de ubicaciones posibles, que Jaume se encargó de descartar a la carrera. Se situó nuevamente a mi lado y sonrió. En ese preciso momento me di cuenta de que ya no era dueño de mi voluntad. Cerré el libro y pausé el reproductor. Mientras su padre le insistía en que no molestara a los demás pasajeros, percibí aquella advertencia como un mero formalismo incapaz de derivar en consecuencia alguna posterior. Jaume repitió el procedimiento del primer encuentro: tras las miradas, unas leves caricias sobre el antebrazo con la emoción de aquel niño insomne en la víspera del 6 de enero. Recreó la misma escena con el joven que se sentaba al otro lado, al que saludó agitando su mano para romper el hielo y alegrarle la tarde. Su tercera víctima fue una chica que, como no, también cayó en sus fauces. Fue entonces cuando el padre reveló que Jaume era un niño diferente, robusto por dentro como un refugio antiaéreo a prueba de cataclismos silenciosos pero vulnerable a las filtraciones. Jaume lo había pasado mal. En realidad desconectó su sistema durante unos años y desde entonces sentía una predilección irrefrenable por obsequiar a los que le rodeaban con dosis extra de electrones, como si tratase de recuperar el tiempo perdido cediéndole a los demás instantes inolvidables. Así recordé todas aquellas lecciones teóricas sobre comunicación no verbal, el lenguaje de gestos, el poder de persuasión de la mirada o el efecto narcotizante de la serenidad. Jamás imaginé que un niños de seis años pudiera llegar a concentrar todas esas virtudes de forma tan aguda, cuando a esa edad ni tan solo somos capaces de imaginar el significado de la mayoría de ellas.
Con el paso de las horas me vino a la cabeza una reflexión muy elocuente que reproducía en su blog Pere Rosales, sobre las relaciones personales y la manera de comunicarnos: ‘He aprendido que la gente olvida lo que dijiste, incluso olvida lo que hiciste, pero nunca olvidará cómo les hiciste sentir’ [Maya Angelou]. Gracias Jaume.