Todos los niños han tenido un amigo mayor.
No me refiero a ese chico de un curso superior, con el que aprendes a fumar o te bebes las primeras cervezas, sino al vecino, el portero o un familiar treintañeros que se ríen con tus tacos, te cuentan chistes picantes o te pasan novelas del oeste.
Los amigos mayores son un poco como los abuelos, que te dejan hacer todo aquello que tus padres te prohíben. Son el primer soplo de libertad.
El mío se llamaba Guillermo, y era amigo de mis padres y mi vecino del piso de arriba en Almuñécar.
Me encantaba subir al 4º y pasarme las tardes con Gema, Espe y Guille, sus hijos, que eran ya adolescentes cuando servidor era todavía un niño de la infancia, que diría Manolito, gafotas como yo.
En su casa estaba, una mañana de agosto del 77, cuando un sobrino cordobés de Conchita, la mujer de Guillermo, nos informó a los allí presentes de que había muerto Elvis Presley, el rey del rock según él, que parecía saber de lo que hablaba. Yo era entonces un crío de 8 años y no tenía ni idea de rock and roll y menos aún de monarquías.
En aquella casa, unos veranos más tarde, empecé a leer un libro que me prestó Gema, la hija mayor, de la que estaba secretamente enamorado. Se llamaba Un mundo que agoniza, y era el discurso de entrada a la Academia de Miguel Delibes, ilustrado con unos dibujos naif y coloristas de José Ramón Sánchez. Nunca se lo agradeceré bastante, porque me mostró un camino por el que no he dejado de transitar. Me lo pasaba muy bien con los hijos, con los amigos y amigas de los hijos, pero a quien de verdad admiraba era al padre. Después del mío, fue mi primer héroe adulto.
Se dirigía a mí con una jovialidad muy americana y me llamaba junior, lo que me parecía un detalle tremendamente chic.
Era un hombre de cuarenta y tantos años –mi edad de ahora-, con aspecto de galán apacible, a medio camino entre Jack Lemmon y William Holden.
Me fascinaban de él su campechanía, su sonrisa franca, su apostura de hombre decente.
Una noche se reunieron en su apartamento dos hermanos que no se hablaban por no sé qué negocios, y habían elegido a Guillermo y a mi padre para que mediaran en el conflicto. Mi padre me dejó estar allí, en una esquina, observando en silencio.
Dijo el Rey Juan Carlos que el 23 F quiso que el Príncipe estuviera a su lado para que aprendiera la lección. Yo aprendí la mía esa noche de verano gracias a aquellos dos hombres buenos.
Cuando mis padres vendieron el apartamento de Mar del Sol perdimos bastante el contacto con Guillermo y su familia.
Pasados más de veinte años me vine a vivir cerca de su casa de Buensuceso y coincidíamos de vez en vez, cuando salía a pasear con Conchita o volvía de tomarse una cerveza con los amigos en el hotel. Siempre joven, optimista, elegante. Extremadamente simpático y cariñoso.
Hace un par de meses, cuando ya estaba enfermo, me lo pasó al teléfono su hija Esperanza y cuando colgué supe que había sido la última vez que hablaría con él.
Hoy levanto mi copa a la salud de mi amigo Guillermo, que no se ha marchado del todo, porque ha dejado un aroma, un resabio, en los corazones de quienes le conocimos, y que sólo por eso somos mejores.
El tiempo y la vida me han enseñado una cosa: de las personas que dejan huella las más grandes son las que no lo saben.