En realidad, mi biblioteca está configurada conforme a una imagen del mundo que resulta incontestable, según la cual «las cosas son así, pero perfectamente podrían ser de otro modo»: todo es susceptible de cambiar, mutar, modificarse o variar sin ninguna razón en absoluto. (Dado que comparto casa con otra persona, esta visión del mundo con frecuencia suscita confrontaciones poco filosóficas, que también afectan a la disposición libresca).
En principio, debo hacer referencia a los libros con los que comparto la mayor parte de mi tiempo en el estudio: son diccionarios, gramáticas, manuales y textos de referencia. Aquí tengo los libros de uso habitual y constante; por ejemplo, el Covarrubias, el Correas, el María Moliner, el fantástico Redes de Ignacio Bosque, el Autoridades, la HCLE de Francisco Rico, la HLE de García de la Concha, la HCPE de Abellán o el Diccionario de Ferrater Mora, entre otros, además de distintas historias temáticas, históricas, nacionales, etcétera. Pero lo fundamental es mi colección de la Biblioteca Clásica, publicada por Crítica, que se interrumpió cuando llevaban publicados unos 35 volúmenes y que recientemente ha retomado Galaxia Gutenberg con la colaboración de la RAE. En mi opinión se trata del mayor esfuerzo crítico y filológico de la literatura española, y el Paraíso de cualquier filólogo hispanista. En la biblioteca propiamente dicha hay tres grupos de estanterías. En el primero, una estantería acoge, en abigarrado desconcierto, unos doscientos textos teóricos y raros dedicados exclusivamente al Romanticismo, que ha sido mi principal ocupación durante muchos años. En las otras dos estanterías se reparten las colecciones de literatura gótica (Valdemar), los clásicos franceses y latinos, los ensayos de Alba y de Turner, y un buen surtido de la colección de Letras Universales de Cátedra. Aquí se encuentran los textos más luciérnagos de mi biblioteca, como los textos de San Jerónimo, San Agustín, San Isidoro, los Evangelios Apócrifos y otros de la BAC. Además, están los textos «conspiranoicos», los extravagantes y otras rarezas y singularidades.
En el segundo grupo de estanterías están ordenadas las colecciones de clásicos de Austral, la de Cátedra Letras Hispánicas, los Castalia, los Anagrama, los Seix y una pequeña colección de obra hispanoamericana, además de algunos libros que son más viejos que antiguos.
El tercer grupo de estanterías es el Purgatorio. Ahí se apiñan, en dantesco revoltijo, los libros «modernos»: los Atxaga, Cercas, Falcones, Muñoz Molina, Millás, Goytisolo Sampedro, etcétera, comparten espacio con los Follett, Larsson, Süskind, Walker, Skármeta o Wolfe, y un larguísimo —y generalmente aburridísimo— etcétera. Se entiende, naturalmente, que es una estantería «purgatorio» donde los autores deben esperar a convertirse en clásicos y, con el tiempo, tal vez alcancen el honor de ser trasladados a otras estanterías más dignas. En mi opinión, estos autores no pueden estar con Garcilaso, Fray Luis, Cervantes, Galdós, Tito Livio, Cicerón, Austen, Shelley, Keats, Hugo, Goethe, etcétera. (En la habitación de invitados está el Infierno libresco, con curiosidades varias para alivio y remedio de las visitas insomnes).
En la biblioteca tenemos una «mesa de novedades», donde se van apilando los libros recién adquiridos y algunos coffee-table books interesantes sobre arte pop.
[Naturalmente, los lectores de estas «Notas para lectores curiosos» se preguntarán dónde están los Alba, los Impedimenta, los Lumen y los Espasa-Clásicos, entre otros. Debo decir que todos esos libros están en la «biblioteca selecta y particular» de La Editora. Allí se me ha permitido colocar mi colección de Eco (ensayo), una gran representación de los Impedimenta (en algunos de ellos he tenido la fortuna de colaborar, así como en los clásicos de gran formato de Espasa), y de la inmensa colección de Alba de La Editora, algunos también tienen mi ex libris. La ordenación de esta biblioteca corresponde en exclusiva a La Editora, y siempre que pretendo consultar algún libro de esas estanterías debo pedir permiso y retirar con sumo cuidado la infinita cantidad de elementos decorativos que impiden un acceso directo a los libros.]
No sé si pueden extraerse conclusiones a partir de esta organización y composición bibliotecaria, pero si tuviera que hacerlo, probablemente admitiría que se trata de una colección de clásicos. Creo que a un visitante le llamaría la atención la abundancia de textos sobre Teoría Literaria y Filología, Historia, Filosofía y Misceláneas. Probablemente le sorprendería el desinterés y la negligencia con que trato la producción literaria del siglo XX y la veneración que dispenso especialmente a los clásicos hispánicos, europeos, grecolatinos y religiosos. Y tal vez, si me preguntara, podría decirle que tanto la selección como el orden (en salas, estanterías y baldas) remite a un hecho fundamental: que hace muchos lustros que la literatura dejó de ser para mí un entretenimiento o un pasatiempo para convertirse en el objeto de mi labor profesional. Es razonable (y bueno) que la literatura no sea más que un agradable entretenimiento para la mayoría de los lectores; pero para conseguir ese pequeño milagro, los profesionales de la edición, la traducción o la crítica —igual que los profesionales de la arquitectura, la música o la pintura— deben entregarse a estudios especializados.