Nuestra primera invitada de esta temporada es la biblioteca de Mónica, del blog Serendipia, gran dinamizadora de retos e iniciativas diversas en la red (y quién sabe si también fuera de ella). Parece que los libros de Mónica, que como es lógico son grandes aficionados a la serendipia, dejan que sea ésta quien gobierne sus encuentros en las estanterías. La suya es una convivencia abigarrada, pero sin duda muy feliz.
Mi piso es pequeño, cuando pasamos el aspirador solo hace falta cambiar de enchufe una sola vez para llegar bien a la totalidad de sus rincones. Es, aspiradoramente hablando, un piso de dos enchufes. Por eso no tengo más remedio que deslocalizar mi siempre creciente biblioteca en varios lugares de la casa. También me obliga de vez en cuando a deshacerme de algunos libros —en concreto de aquellos que sé que no me apetece volver a leer de nuevo—, que suelo donar al servicio de intercambio gratuito que organiza el centro cívico de mi barrio.No tengo los libros ordenados en ningún sentido, ni por autor, ni por editorial, ni por fechas; conviven aleatoriamente y felices (o eso imagino) en los estantes, en dobles y triples filas a ser posible. Incluso algunos de ellos comparten vecindad con las series de ciencia ficción del Ingeniero. Supongo que a algunos puristas bibliófilos tal promiscuidad les provoca un sarpullido o dos pero a mí me divierte que Homero o Suetonio estén pegaditos a los DVD de las temporadas de Stargate, Batlestar Galactica o Babylon 5. La literatura es universal, es decir, de todo el universo ;-)Pese a tanto desorden libresco, o quizás precisamente por ello, sé exactamente donde ir a buscar a cada uno de mis libros cuando los necesito. Supongo que puede decirse que tengo una buena memoria visual porque si me pides un libro sé perfectamente donde está. Es un caos (universal) controlado.
El grueso de mis libros y las ediciones más estropeadas/viejas/feas están en la triple estantería del despacho. Como podéis ver en la foto, dos terceras partes están protegidas por puertas de cristal esmerilado porque en el diminuto despacho —ese lugar que se ha convertido en zona inhabitable porque en verano hace un calor terrible y en invierno un frío polar— el sol entra a raudales y deja descoloridos los lomos de los libros. En el comedor es donde tengo los ejemplares más nuevos, las adquisiciones recientes, los libros pendientes de leer y aquellas ediciones tan bonitas que me apetece que los amigos vean cuando se pasan por casa. Algunos están expuestos a la vista pero muchos viven dentro de los armarios, apilados en torres imposibles. Aquí conviven los libros de Impedimenta con los Alba, los Nórdica, los Malpaso, Libros del Asteroide, Galaxia Gutenberg, Alfabia, Acantilado, Ardicia, Nocturna, etc.hasta los Roca más raritos o el cofre de Alianza editorial con La trilogía de Corfú de Gerald Durrell. Bonitos, estupendos, excéntricos, apasionantes, bellos, heterogéneos...
Y como debe ocurrir en las bibliotecas de todos los lectores empedernidos, si separo la primera fila de los estantes del comedor hay detrás una segunda hilera de lomos pertenecientes a las lecturas de mi adolescencia (y no tan adolescencia): toda la saga de Marco Didio Falco, de Lindsay Davis, y los Harry Potter, por supuesto. No se ven —como mi adolescencia— pero esperan ahí detrás protegidos por lecturas más adultas, por si algún día los necesito.
En el dormitorio también hay otra estantería —las Billy de Ikea caben en cualquier rincón— que comparte mi pequeño rincón Tolkien. No recuerdo cómo llegaron a formar ese pequeño comité los libros del profesor J.R.R. Tolkien, pero me gusta. Son el único ejemplo de cierta organización temática libresca inventada por el ser humano y, aún así, faltan títulos como El señor de los anillos, el Hobbit o el Silmarillion, que como son tan enormes y están tan manoseados siguen escondidos tras las puertas de cristal del despacho.