Todo comenzó durante una comida -si no recuerdo mal, en el verano de 1994- que compartí con Ángela Santos, una excepcional maestra y maravilloso ser humano, que por entonces dirigía la Escuela de Danza Duque; representantes de Afanias (Asociación Pro Personas con Discapacidad Intelectual), con quienes tenía un convenio de colaboración dicha escuela; y el propio Bujones. El motivo era concretar un proyecto, concretamente poner en pie una nueva versión del ballet «Cascanueces», en el que colaboraría Afanias. Fernando, no sé si en broma o en serio, me lanzó un reto. «Julio, no te queda más remedio que participar, y ya tengo un papel para ti; serás el tío Drosselmeyer». Ni lo dudé. «Por supuesto -respondí-, cuenta conmigo».
Recuerdo los ensayos en la Escuela Duque como una de las experiencias más gratas de mi vida. Fernando había resumido el primer acto y había dejado en apenas quince o veinte minutos las primeras escenas, hasta la marcha de Clara y el Príncipe al país de las Hadas. Compartían escenario conmigo varios chavales de distintas edades, entre ellos dos adorables niños con síndrome de down que estudiaban ballet como parte de su aprendizaje. Estaban también dos chicos, alumnos de Virginia Valero si no recuerdo mal, que hoy están en Estados Unidos: Antonio Carmena (New York City Ballet) y Sergio Torrado (Pennsylvania Ballet); y un alumno de María de Ávila, Rubén Martín, hoy en el Ballet de San Francisco. Yo, evidentemente, no bailaba. Era más bien un mimo que trataba de no salirse de la música. Recuerdo las pruebas de vestuario, los ensayos generales ya en el Palacio de Congresos de Madrid, la primera vez que me puse la enorme capa que llevaba mi personaje (y que Fernando se había traído desde Estados Unidos, lo mismo que el muñeco de Cascanueces), los nervios que se me agarraban al estómago cuando se levantaba el telón, ya conmigo y con mis «sobrinos» en escena... Y cómo se me ponía la piel de gallina, especialmente, tras la «muerte» del Cascanueces en su pelea con el Rey Ratón. Sonaba una música conmovedora y yo entraba en escena lentamente, mientras Clara lloraba desconsoladamente; me acercaba a ella, le hacía una caricia y me colocaba delante del Cascanueces, ocultándolo con mi capa, para su transformación en príncipe.
Hicimos dos representaciones benéficas en el Palacio de Congresos, con el propio Fernando Bujones y Jennifer Gelfand (una impresionante bailarina-peonza); la primera la grabó TVE y la emitió al año siguiente un día de Reyes a las ocho de la mañana. Al año siguiente se volvió a representar, ya con ánimo semiprofesional, en el Teatro de Madrid, bajo la capa de Ballet Clásico Mediterráneo. Fernando quería quedarse en España y trabajar con bailarines españoles para formar una compañía de ballet clásico, pero le llovieron críticas y zancadillas desde todas partes. Aquellas representaciones de «Cascanueces» en el Teatro de Madrid fueron ya muy conflictivas. Fernando bailó en la primera, y su ausencia (anunciada) en el resto de las funciones motivó varias reclamaciones. También actuaron (los cito de memoria) José Carlos Martínez, Agnes Letestu, Joaquín de Luz, Ana Isabel Alvero y Goyo Montero, entre otros... Las relaciones entre los entonces responsables del teatro con Fernando no fueron tampoco buenas y nuestra estancia allí no fue muy grata; aunque a mí, como me iban a tener enseguida de vuelta, ya como periodista, me respetaron mucho.
Insisto. Aquel «Cascanueces» fue una de las experiencias que más me han enriquecido; y mantengo contacto, aunque con casi todos muy liviano y únicamente a través de facebook, con varios de los chicos que compartieron conmigo aquellas funciones (Aloña Alonso, Ana Arroyo, Cristina Blázquez, Marcel Bosch, Elena Serna, David Herrero, Virginia Herrero, Rubén Martín, África Paniagua, Sergio Torrado, Antonio Carmena...).