Porfía en seguir a mi lado, pese a mis constantes ceños fruncidos y mis tormentas furibundas, que espetan anatemas maléficos y animosidad por doquier. No se marcha, no se inmuta, no se da por aludida, mi compañera la soledad. Se ha enquistado en mi alma como un virus residente y silente, empecinado en ahuyentar a la alegría.
Mi compañera, la soledad, no me da tregua y me atosiga inmisericorde con sus circunloquios lunáticos, haciéndome partícipe de las lóbregas miserias del ostracismo anacoreta que gobierna con mano férrea mis días.
Las semanas y los meses se eslabonan como esclavos en galeras, a la espera de un nuevo año de grisácea rutina. Somos un dueto imperfecto, un matrimonio mal avenido: litigamos, contendemos, nos enzarzamos en trifulcas sin sentido. Altercamos como fieras enganchadas en los filamentos espinosos de un torbellino de emociones anuladas. Nos buscamos y necesitamos en la misma medida que deploramos la mera existencia del otro.
Hablo con desconocidos para socavar el rumor de la soledad, y cuando alguien se aproxima y me sonríe, me zambullo en su sonrisa como si fuera ésta un santuario de perpetua alegría. Cuando alguien deroga con su voz la perorata de mi compañera, la soledad, añoro esos momentos y anhelo prolongarlos hasta el fin de mis días, pues temo el retorno a mi hogar, sembrado de sombras espectrales y coros vocingleros que atraviesan las paredes y se quedan suspendidos en el aire, como una legión de nubarrones de una noche eterna.