Resulta imposible datar en mi vida, ya curvada al ocaso, el momento en que esta mimosa “Ella”, tan real como fantástica, tan mía como ajena, asumió luz de imagen y resonancia de latido en mis sentidos del idilio. Hasta donde he asimilado su presencia de ilusión amada en los pliegues y repliegues de mi naturaleza romántica doy por cierto que vino conmigo a esta existencia que me ha correspondido cursar por el centro del latido idealizando trasparencias de otras vidas donde ningún prodigio del corazón las podría vivenciar; aunque a veces sospecho que se trata de una creación onírica que hubo de integrarse al orden mágico de mis pensamientos floridos desde alguna explosión de alma entre hormonas de amor, igual que del otro lado del cristal de los sueños se filtra a la vida pensante una flor con el perfume de la edad y la humedad del rocío que la última estrella de la noche inyectó de fulgencia azul.
Si bien no puedo precisar con plenitud de alma cuándo y cómo apareció vibrando en mis sentidos recónditos, la elementalidad cristalina de su consistencia romántica me hace situarla de algún modo incorporada a la naturaleza inocente de las visitaciones de presencias núbiles que comenzó a colonizar, entre margaritas tristes y ventanas sin cielo abierto, las estribaciones estremecidas de mis primeros poemas. Fue, sin duda, cuando, aún sin identificar su índole, comencé a presentirla atravesando por partes aquella sensación difusa donde la emoción moduladora parece provenir de un recuerdo que otra mente ha desfasado mediante filtros mal graduados en el prisma de la nostalgia y, en la efusión misma de ese primer asomo de la gracia, uno no sabe si va al rescate de algo bello que se extravió en lo ya vivido o viene de regreso del vacío vivencial donde ocurren los sueños y se suscitó el milagro de conservar en los labios el sabor de un beso.
En cuanto a su proceso de iluminación y refinamiento en la belleza y la ternura, cabe admitirse que los elementos del caso han sido tomados del tesoro sugestivo que mi propia sensibilidad ha capitalizado en sus trasiegos a pulso dulce a través de geografías de paraísos habitados por presencias fragantes de princesas encantadas en las mismas trampas etéreas de los libros. Así, de alguna triste “María”, de la que, aun sin haber experimentado mi primer amor, leí del suyo que fue único y eterno, mí “Ella” debió asimilar esa fragancia espiritual, que a modo de aura envolvente, amiga de las rosas de la tarde y las alas en los céfiros en fuga, la cristalizaba para siempre enamorada en su altar idílico. Así mismo, de Julieta la de Romeo y Eloísa de Abelardo y otras muchas estampas de luminosas novias traspasadas de inmortalidad entre el realismo novelado y la realidad historiada a flor de leyenda, hubo de filtrarse el candor de la una, la pasión de la otra, la eternidad de todas, rayando, incluso, en asomarse a Monalisa y esculcar en los misterios de su astral sonrisa no la sedosidad de los resortes faciales implicados en la graduación primorosa de tanta expansión de alma en los terrenos del rostro, sino en la cantidad de potencia espiritual, tasada en mujer sensitiva, capaz de detonar semejante explosión de gracia.
Lo cierto del caso es que “Ella”, en su ser de mujer inventada para mi amor secreto, siempre se halla inducida en mi frecuencia mental de soñador enternecido haciendo voltaje hermoso de ilusión punzante. Es, es de suyo, una promesa idílica, sin nombre ni fecha de cumplimiento, pero avalada por la necesidad espiritual de vivir por algo que no figura en la muerte; es más, apenas usa rostro y no se parece a nadie.
Por cierto, al principio, a fin de atinar a distinguir su consistencia incipiente de otras imaginaciones convergentes en el mismo foco de interés del corazón, me vi precisado a fijarle de mi propia marca espiritual una especie de código de identidad basado en la intensidad vibratoria de las maripositas de luz que el alma pone a circular en sus ámbitos eléctricos cuando recibe una visita perfumada. Esto, sin embargo, no ha sido del todo eficiente frente a las infaltables acometidas de Cupido con aquello de sus sorpresivas flechas apuntadas desde las cambiantes miras de su misión romántica generalmente desconectada de los presupuestos íntimos del corazón impactado, pues, más de una vez he resultado sentimentalmente enfocado en otra perspectiva amatoria completamente desfasada con respecto a la que contiene a “Ella”. Todo lo cual, finalmente, me remite, entre iluso y realista, entre sueños de papel pintado y otros impresos en papel encarnado, a que antes de morir o en la muerte misma, “Ella”, respire donde yo dejo de producir aliento…