Nací en 1981. Pocos meses después del infarto de una nación, mis padres decidieron felizmente traerme a este convulso país. Viví la alegría de los ochenta sin entenderla en su mayor parte, pero impulsado por el entusiasmo infantil. La vida era la luz del sol en el descampado de mi casa, era la protección de mis padres, eran la alegría de la navidad y el coche fantástico. Crecí en los noventa limitándome a disfrutar mi ciclo de adolescencia, sin pensar demasiado a donde iba este mundo y dónde podría acabar yo mismo. Las primeras copas, los primeros malentendidos buscados con chicas, las decisiones a primera vista intrascendentes...todo ello regado con la confusa banda sonora de la década. Con el nuevo milenio, empecé a formularme preguntas más complicadas y no por ello encontré respuestas más simples. Me resulta de una pereza sideral el resumir lo pasado y sentido durante los últimos doce años y seguramente a la mayoría de los lectores les suceda lo mismo; y es que la era de los nuevos dígitos milenarios ha traído una nueva disposición infinitamente menos entrópica que el anterior. Se define con un extraordinario desorden, entre otras cosas porque no tenemos tiempo para hacer las cosas como nos gustaría.
Comparto generación con la actual selección española de fútbol. En el primer bienio de la década de la movida madrileña, aterrizaron en este país Iker Casillas, Xavi Hernández, Xabi Alonso y David Villa. Ellos y todos los que nacieron posteriormente lo hicieron regados por la educación inicial de la democracia, aquella corriente blanca y sin alcohol que abogaba por el trabajo más correcto para llegar el mejor fin posible. Se trataba de una sociedad curiosa, recién iniciada en la élite de la civilización supuestamente avanzada, que tan pronto descubría la música dance como el achique de espacios. Y aunque lo hacía siempre con un poso de sorpresa, quedaba en al aire esa parte de ingenuidad española, ese momento de querer subirse al carro como modo de supervivencia. Sin embargo, algo estaba cambiando. Entre injusticias arconadiles, penaltis de Eloy, errores de Cardeñosa y golpes francos de Stojkovic, el giro del núcleo giraba poco a poco en contra de la tendencia fatalista. Aunque lo manteníamos al margen del conocimiento general, todos los miembros de la generación lo compartíamos. Queríamos dominar el mundo en sus múltiples vertientes y confiábamos en que algún día nuestros conocimientos e iniciativa nos permitirían hacerlo.
Sabíamos que sería una guerra. Somos gente que se ha sentido desprotegida en muchos momentos de su vida, por las circunstancias, por el sistema y, por qué no decirlo, por nuestras dudas, por nosotros mismos. Tenemos la sensación de haber llegado tarde a todos los sitios. Somos los contenedores de basura inservible de nuestros hermanos mayores y los conejillos de indias de nuestros hermanos pequeños. ¿Conocen la expresión "eran otros tiempos"? Nosotros nacimos en esos tiempos; resulta paradójico el hecho de que solamos ser los principales damnificados por el uso de esta frase hecha. Somos una generación a la que nos falta descaro y nos sobra educación. No sabemos lo que es el talante, pero conocemos de sobra lo que significa el respeto, algo que procesamos y repartimos en la misma manera que exigimos. Representamos la impaciencia bien entendida, esa que se asienta en las bases de la confianza en uno mismo y en el gusto por hacer algo en la vida. Aceptamos las bases por las que nos regimos, pero buscamos el significado verdadero de las normas, sin mancharnos en demasía de esa practicidad que contagia las prisas modernas. Somos hijos de la ESO y, aún así, queremos e intentamos hacer las cosas bien. Y lo hemos llevado a la práctica durante nuestra existencia. La interrogante nos acompañará siempre, pero nunca dejaremos de añadirle una respuesta que, acertada o no, nos diga el camino por el que marchar.
Tenemos bastantes más de veinte; en algunos casos (como el mío), más de treinta. Mi generación es convergente, prefiere la unión a la división. Serán los mundos de Yupi aquellos que me hacen preguntarme si la generación de la España futbolística ha compartido inquietudes conmigo y con mi grupo de amigos. El último romanticismo que nos dio el siglo XX me hace pensar que sí, que así fue. Que la clarividencia que muestra Xavi con la pelota me recuerda a la determinación de Rodrigo, mi amigo enfermero que conoce mejor que nadie el destino a seguir en su trabajo para llegar a buen puerto. La madurez, cualidad de la que vamos sobrados pero no presumimos porque no consideramos una virtud, me dice que la bonanza de mi amigo Andrés se define en la afabilidad de Reina, un tipo tan necesario que se hace imprescindible allá donde va. Consideramos la lealtad a una misión uno de los mayores dones que se pueden tener, tan representada por Puyol sobre el césped como por Javi y Felipe en sus múltiples papeles de emigrantes, buscando la prosperidad y tranquilidad personal e intentando vivir en paz con ellos mismos, algo tan fácil de decir como laborioso de obtener. Casillas comparte con Juan el ángel que siempre sobresale, la estrella que brilla por encima en cualquier situación. Y qué decir de la resistencia metálica de los ochenteros, aquella que lleva a saltar con éxito cualquier valla que te ponga el destino. Lo saben Fernando Torres, objetivo de los láseres críticos, y mi amigo Miguel, un hombre cuya sonrisa y afán de superación derriba cualquier mal espíritu.
Todos son de mi generación. Unos cuantos privilegiados han invadido hoy Europa, vía Kiev, y han regalado unos momentos de gran alegría a este país. No nos están arreglando la vida pero nos están dulcificando el camino que irremediablemente hemos de caminar. ¿Cómo me siento yo? Pues escribiendo estas líneas no puedo evitar conciliarme con el carácter bonachón de Del Bosque, un tipo tan modesto en su forma como hermético en sus quehaceres. Interioriza una definición muy clara del bien, de un modo tan inflexible que hasta el mal le respeta. Admiro cómo domina ese pequeño espacio entre el placer de la corrección y el de la rebeldía y cómo, además, se convierte en un ejemplo para personas, jefes y trabajadores de cualquier edad. La moralina bien entendida, la Biblia sin Iglesia, la vivienda sin hipoteca. Los valores sin precio, ése es Vicente del Bosque.
A todos los protagonistas de este 1 de julio y de las anteriores citas en Johannesburgo y Viena, solo me queda agradecerles esos ligeros y breves momentos de alegría que me han otorgado cada cierto tiempo. La felicidad es un término excesivo planteado de un modo continuo, pero yo fui feliz el día en que vi a España ganar la Eurocopa de 2008 junto a mi madre pocos meses antes de que ella se marchara para siempre. La vida no será solo fútbol, ni siquiera es una gran parte. Pero el fútbol es vida, siempre lo será y mantendré un duelo a muerte con quien me lo niegue, aunque sea en la parte más intrascendente y minúscula del discurso.
Muchos son desconocidos, pero todos los aquí nombrados tienen parte de mí. Pertenecen a mi promoción natal y no paran de preguntarse por qué. Por qué no pudieron haber nacido en otra época más fácil. Pero lo hacen con naturalidad. Respetan el destino, conscientes de la estupidez del debate (hoy en día se crean tantos...) y de la más que probable injusticia de la respuesta. Y es que saben que, tarde o temprano, la historia te acaba situando en el lugar que mereces. Y aunque no lo haga, da lo mismo, estaremos preparados. Mi generación es tan romántica como capaz. Entendemos nuestras presencias por el sacrifico de las ausencias. Y además, damos las gracias. Somos cojonudos.
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