La otra semana te contaba que la vivienda es un recinto estructuralmente concebido para ser habitado por personas o constituye la residencia habitual de alguien en el censo. Es aquel lugar, si quieres, donde pago mis facturas e impuestos.
En cada sala repleta de espacios vacíos se atisba un entorno por descubrir, de la calle brotan ruidos desconocidos y retumban silencios diferentes. El balcón te devuelve nueva luz y el aire está impregnado de otros olores. Sábanas por estrenar.
Pero ese no es mi hogar.
Errante y nómada, el más decorado rincón de este edificio me parece innecesario. Una estructura material, perecedera y volátil, es insuficiente para definirme. Pero en mi hogar toda pieza es esencial. Insustituible.
Construir un hogar es un esfuerzo diario que se eleva hasta el cielo sobre cimientos espirituales, que levanta paredes etéreas de la mano del mismo amor que le sirve de cobijo.
Luther Vandross cantaría que "una silla sigue siendo una silla incluso cuando no hay nadie sentado en ella, pero una silla no es una casa y una casa no es un hogar cuando no hay nadie para abrazarte fuerte. Y no hay nadie a quien puedas dar un beso de buenas noches".