Tras ocho horas y algo más de 800 kilómetros de conducción nocturna llegué a Portimao, un pueblo muy del estilo de Benidorm, donde se aprecia que la cercanía del mar animó en su día el ya de por sí animoso mercado inmobiliario.
Unas cuantas vueltas por el pueblo hasta que un cartel anuncia el lugar al que hay que dirigirse para tomar el Ferry. Allí emerge, en toda su “inmensidad”, el Volcán de Tijarafe, una de las joyas de la flota de Naviera Armas. Sitúo mi coche en la cola (ya había impreso en casa el Boarding Pass) y me echo a dormir, pues al final he llegado con tres horas de antelación.
Cuando despierto, las tres horas se han consumido, no así la cola, que es infinitamente más larga a mis espaldas. Por fin, a las 12.00 (teóricamente la hora límite a la que se podía llegar), los operarios abren la valla para embarcar al Volcán de Tijarafe. En unos minutos, mi coche y yo estamos dentro de un inmenso garaje muy al estilo Carrefour.
Subo unas escaleras y cuál es mi sorpresa cuando aprecio un self-service, una sala de animación, una sala de juegos, unos sillones en los que da la sensación de que se dormirá genial… en fin, que lo primero que pienso es: “Este barco es como el de Vacaciones en el Mar” (así se lo comunico precipitadamente a Auro y mi madre por teléfono).
Un uruguayo llamado Diego, que luego me acompañaría todo el viaje, me introduce en la realidad: “¿No traes saco de dormir? Pues prepárate a sufrir”. Un sibarita, pienso yo. Pues no, el tío llevaba más de 10 viajes en el Armas y conocía todos los vericuetos de estos barcos, incluida su incomodidad nocturna. Total, que la primera noche, para olvidar. Despierto al día siguiente con dolores y frío por todo el cuerpo.
Aunque no soy el más damnificado, la mayoría de la gente vomita sin parar, especialmente al bajar al garaje y percatarse de lo mucho que se mueve el puñetero barco. Por suerte yo resisto, mi único objetivo es llegar a Madeira, pisar tierra firme, comer en un buen restaurante y tumbarme en un jardincito hasta la hora de salida del barco. Con la compañía del mencionado Diego, eso es lo que hago, punto por punto.
Funchal es una pequeña ciudad muy del estilo colonial, con cierto encanto, grandes avenidas, casas pintorescas y ese ambiente tan acogedor que suele empapar todo lo portugués. Tras ponernos las botas en una pequeña tasca, nos tiramos en un inmenso parque y observamos desde lejos los cruceros que llegan al puerto. A su lado, el Volcán de Tijarafe pierde todo su esplendor.
Las siete de la tarde es la hora fijada para poner rumbo a Tenerife. En esta ocasión, el Volcán sí cumple el horario y, tal y como nos asegura un simpático operario con un pronunciado acento canario: “Tranquilos yayos, ahora se va a mover mucho menos”. Más razón que un santo, desde Madeira a Tenerife, el camino será un remanso de paz.
La segunda noche es mucho mejor que la primera. La terapia de recuperación de Madeira ha dado buenos resultados: ya no me duele todo el cuerpo, tengo el estómago lleno y cada vez veo más cercana la llegada a las islas. Diego también es optimista: “Se nota que estamos llegando a Canarias”. Y es que en Madeira se han bajado todos los portugueses que ocupaban el barco (y que, además de muy escandalosos, eran la gran mayoría) y en su lugar ha subido gente que repite ‘panza de burro’, ‘yayo’ y ‘papas’.
A las 6.00 de la mañana amanezco con las luces de Tenerife en el horizonte, ¡por fin! La brisa mañanera me despierta y ya no siento dolor en las piernas ni frío en los huesos, sólo unas increíbles ganas de desembarcar. Preferiría hacerlo a pie, pero tras cuatro días de balanceos no sería justo dejar al pobre Citroen Saxo en el garaje del Volcán de Tijarafe.
Tras despedirme de Diego, por fin desembarco en Tenerife. Han sido una noche de conducción y dos días y dos noches de navegación, pero allí estoy, a la hora indicada, casi podría decirse que deseando volver a ese muelle para coger otro Naviera Armas y poder visitar las seis restantes islas que serán mi hogar durante el próximo año.