Razones no me faltan, de todo tipo, para elegir ese lugar y ese punto concreto. Ese esbelto y casi mellizo conjunto que forma el roque representa el final del camino; es donde se acaba la carretera; desde donde ya no se va a ninguna otra parte; es imponente y frágil al mismo tiempo. A su sombra, frente a él, en ese charco, he llorado, he reído, he disfrutado, he pescado, he pensado mucho (quizás demasiado), me he relajado y también, muchísimas veces me he cargado de la energía que fluye de esa lucha eterna que mantienen la ola y la roca.
Es mi sitio “especial” y me emociona hasta escribirlo. Creo conocer profundamente el terruño en el que vivo para tomar esta decisión. Seguramente para quien, como yo, viene de un árbol genealógico enraizado en Tenerife, en el que confluyen familias que arrancaron al pobre sur isleño lo poco que se le puede sacar; y otras que prosperaron en el duro, pero en el fondo agradecido norte; decía que gracias a ello dispongo de otros muchos lugares simbólicos para esta elección. Ninguno con la magia que destila ese bastión del macizo de Anaga.
Y no me pregunten a qué viene este post prepóstumo, sólo quería compartir estos pensamientos y transmitir esta petición, además dejándola por escrito para que no haya dudas.