Fue a mediados de agosto del año 2004 cuando nos dirigíamoslos dos a una playa a tomar el baño.Por aquel entonces yo, el abuelo, tenía 57 años; y mi nieto4 años y 4 meses.
Este era un día más de esos en que conseguía hacerme con éla las 9 de la mañana, íbamos a cualquier playa, paseábamos, corríamos,jugábamos y nos bañábamos en el mar. Disfrutábamos de ello hasta algo más delas 10 en que el sol comienza a ser un poco más fuerte y después buscábamos unmerendero o un bar y almorzábamos cualquier cosa. Luego, a casa.
No recuerdo exactamente si esas “escapadas” comenzaron elaño anterior o quizás el otro, pero a juzgar por cómo le veía, tampoco puedoasegurar quién disfrutaba más de ello, si él o yo.Cuando llegábamos a una de esas playas, inevitablemente seme escapaba corriendo en dirección al mar y no paraba hasta tocar con los piesel agua.
Ya teníamos al abuelo corriendo desesperado tras el nietogritando que esperara, que parara un poco.El niño se sentía libre, feliz, contento. No paraba de reír.No sé que le alegraba más, si estar en la playa o verme persiguiéndolo como unloco. Sabía que podía hacer cosas que normalmente no le eran permitidas. Elabuelo también sabía que él lo sabía pero a pesar de ello procuraba que ladistancia no fuera superior a unos 10 o 12 metros.
Ese día de mediados de agosto, como había algo de oleaje,habíamos decidido ir a una playa protegida por escolleras. Allí el agua estaríaen calma, transparente, poco profunda, algo caliente y podíamos pasear por unamplio espacio de arena limpia. A esas horas no habría gente o serían muypocos.Ya habíamos estado allí en otras ocasiones. Era un lugaridílico.
Para acceder a la playa teníamos que dejar el coche en lamisma carretera distante unos cien metros y atravesarla a pie para coger el camino hasta el mar. El abueloque acaba de parar el coche y comienza a quitarse el cinturón de seguridad,observa con horror cómo el nieto que va detrás, más rápido que él, ya se lo haquitado, abierto la puerta y saltado a la carretera.
Con el corazón en un puño y pronunciando el nombre del nietopara que se detuviera, saltó del coche a tiempo de cogerlo al vuelo antes deque atravesara y algún coche le pudiera golpear. No es que hubiera demasiadacirculación pero en cualquier momento podía producirse lo que el abuelo temía.
Kisai era un “cabroncito” que bastante era ver preocupado alabuelo por eso, para lanzarse riendo y sin mirar, era su forma de jugar. Cuandoal fin nieto y abuelo habían atravesado la pequeña carretera y se dirigíancogidos de la mano hacia la playa y el corazón del segundo comenzó a disminuirel ritmo de sus pulsaciones, vino la pregunta del pequeño.
-Buelito, ¿yo también me tengoque morir?-Si Kisai, todos tenemos quemorir.-Yo no me quiero morir, buelito.-Es preciso, es preciso.
Esta última afirmación casi no se llegó a pronunciar. Denuevo el corazón del abuelo se disparó estallando en su interior con una granangustia. ¿Qué abuelo quiere que su nieto muera? ¿A cual le gustaría ver muertoa su nieto? Sin embargo era inevitable, tarde o temprano un día su nietomoriría; tal y como le ocurriría al abuelo y ojala antes que al nieto.
Kisai tenía sólo 4 años; por delante se le presentaba unalarga vida, una vida con sinsabores y alegrías, una vida con expectativas delongevidad y posibilidades de autorrealización. ¿Qué podía explicarle en esosmomentos? Ese abuelo que hubiera sido capaz en esos instantes de ofrecer suvida por la del nieto, sin rechistar, si ello fuera posible.
El abuelo habría buscado un árbol, y cobijados bajo susombra se hubieran sentado y hablado sobre ello... Pero Kisai tenía 4 años.¿Qué decirle? ¿Cómo hablar? Y sin embargo siguieron hacia delante. Y llegaron ala playa donde pasearon, corrieron, jugaron, rieron y se bañaron.
Pero al abuelo no se le olvidaba que su nieto tenía quemorir, que se lo había planteado, que no había podido responderle y que elnieto, desde su inocencia, desde su instinto, se resistía a ello.
El abuelo comprendió que no podía hacer nada, en ningúnsentido; que sólo cabía esperar unos años en que pudiera conectar con su nietoy hablar con él sobre eso. Quizá con el tiempo se diera la ocasión, si es queese tiempo lo permitía.
Pasaron unos días y el abuelo tuvo ocasión de comentar elhecho con un amigo. La respuesta de este fue fulgurante:
-Pues yo le hubiera dicho: ¿No tequerrás quedar como semilla de labor?
Era una respuesta antigua, convencional, poco amiga de lareflexión. Una forma rápida de quitarse el asunto de encima y seguir con lasuperficialidad cotidiana.
Al comentarlo con otras personas cada una respondió dedistinta manera. Uno comprendió la situación y pensó que lo mejor era esperar.Otro comentó que él, de pequeño también se había preguntado eso o cosassimilares, y aunque no quedaba claro qué edad tenía entonces, todo daba aentender que fue a los mismos 4 años o incluso antes; quizás en este aparecíael ego que decía: Pues yo más. Otro empezó a hablar y a “razonar con el nieto”,pero poco a poco se fue dando cuenta de que no tenía sentido, que aún no lopodía hacer, que era demasiado pronto.
Si dejamos aparte las posibles respuestas a la situación yprofundizamos un poco más en ella, quizás podamos ver con un poco de claridadqué ocurría en la mente del niño que al fin y al cabo es lo realmenteimportante. Por una parte nos encontramos ante un natural instinto básico desupervivencia, por otra el nacimiento de la consciencia, del ego, de lapersonalidad.
El abuelo podría haber empezado hablando de ello, pero másadelante la cosa se habría complicado.
El abuelo podría haberle dicho que todos los animales tienenun instinto que les avisa cuando peligra su integridad. Es la ley de lasupervivencia, de la selección natural. Pero no se lo dijo.
Juan-Lorenzodalescana@gmail.com Más artículos sobre Humanismo