Trato de estar, de permanecer, de seguir aquí sin mucho éxito. Trato de escribir, trato, trato, trato, trato, trato, trato, trato.
Trato también de recordar, eso que tanto trabajo me cuesta porque no me gusta pensar. Me gusta más imaginar de vez en vez que mi vida no es ésta. Que justo ahora alguien más me lleva en su mente y me inventa la tristeza sólo para no aburrirse y probar hasta dónde llego. No me quiere, sin duda no me quiere. Si esa cabeza universal realmente me tiene en su interior, quisiera que nunca me dejara solo, que me acompañara hasta el final que él decida, pero que por favor me deje en paz, me deje respirar y sentir, al menos por un momento, un poco de tranquilidad, un poco de bienestar. No mucho, no soy exigente, tampoco soy tan egoísta. Sólo de vez en cuando, lo suficiente para sentir que la cárcel vale la pena, que este malestar continuo que parece inevitable y eterno tiene tregua, una oportunidad de respiro y la promesa de una muerte gloriosa.
Y sigo perdiendo la razón, el tiempo, la mente, el gusto por lo que me gusta y la vida que se me va de entre los dedos día a día, sin que pareciera que nada puedo hacer. Pero me pregunto, justo ahora que le pego a las teclas: ¿realmente no puedo hacer nada? Y no sé. Me gustaría pensar que esta mente perversa que me lleva sin que nada pueda hacer para evitarlo, de pronto se pone benévolo, un rayo de bondad lo atraviesa y me permite tomar las riendas de mi propio destino ¿y qué hago...? Me pongo a jugar videojuegos o veo pornografía en internet. Si me pongo muy exquisito, escribo en mi blog o pienso un poco en mi tesis por siempre aplazada.
Nada fuera de lo normal, nada que cambie diametralmente el rumbo de mi vida, sólo un poco, tan poca cosa, tan sin chiste, tan como si mi vida realmente no fuera mi vida, como si observara a un indigente que va por la calle dando tumbos, mugroso, mostrando media nalga, oliendo a perro muerto y vómito de borracho. Me encabrono de no poder hacer nada, se seguir viéndome sin una dirección, sin un motivo, sin un objetivo… ¿Para qué estoy acá entonces? Volteo y veo al otro sujeto que se parece también un poco a mí (un tercero, sí). Tiene los mismos lunares, camina tan encorvado como yo y tiene la voz débil y aguda que me sale a mí cuando estoy nervioso (siempre), pero él tiene una pequeña diferencia. Resulta que una vez que ve al indigente, pinta una leve sonrisa, una mueca casi burlona, mezclada con un poco de pena ajena, de gusto perverso por la desgracia ajena y sigue adelante. Camina, da uno, dos, tres, cuatro pasos y veo entonces que sí, camina encorvado, tiene el paso despreocupado igual que yo, pero también huele bien, va bien peinado y viste con ropa que yo nunca usaría, mejor gusto, he de aceptar. Sin duda que le va mejor que a mi. Yo en cambio, no dejo de ver al pobre mugroso que ahora se ha caído, se ríe mientras intenta ponerse de pie sin mucho éxito, algo murmura, sus labios de mueven, pero creo que no sabe hablar bien. Se orina de la risa. No se contiene. Cae sobre el charco amarillo y hediondo. Sigue riendo hasta quedarse dormido.
Y yo no puedo moverme, sigo viéndolo, mientras siento cómo una gota de sudor recorre mi costado desde la axila hasta la cintura. Primero del lado derecho, ahora del izquierdo. Huele agrio, como huele mi sudor después de un largo día de caminar bajo el sol quemante. Pero no me he movido ni un centímetro. Sólo he visto al indigente, que también soy yo. Siento también los pies húmedos y cansados. La imagen de una silla llega a mi mente, pero no se aparece, comienzo entonces a sentir que mis piernas ceden ante mi propio peso, me siento en el piso.
Veo que el mendigo ha caído en un sueño profundo y reparador. Ronca sonoramente mientras la gente lo evita. No quieren pisar el charco todavía fresco de su orina, y menos quiere oler el hedor que a la distancia imaginan. Me dan ganas de orinar. Es inevitable, llevo tanto tiempo observándolo que he perdido la noción del tiempo. Me paso la mano sobre la cabeza, tengo un poco de comezón detrás de la oreja y siento el pelo tieso, pastoso, húmedo… Estoy acabado. Me orino.
Y sí, a veces me siento así, como si desde fuera viviera mi vida y me compadeciera de mi mismo. Ese otro yo que tira a la mierda su vida, cuando hay otras opciones, otras capacidades que sin duda ahí están, pero son bastante más exigentes que sólo quedarse sentado, mirando al indigente, regodeándose en sus fluidos.