Pero esta entrada va más allá de los asesinados de nuestra historia colectiva. La escribo pensando en mi padre, en los millones de vícitmas no asesinadas físicamente pero amputadas ideológica y emocionalmente durante cuarenta años. Él, Manuel Rico Delgado, carpintero, tenía diecinueve años cuando terminó la guerra, participó en ella en la llamada "quinta del biberón" y fue miembro de las JSU. Después, su vida se desarrolló bajo la humillación colectiva, en una España sombría, sólo apta para los vencedores, para los fascistas y asimilados. "Mi padre de viento puro", así me refería a él en un poema de mi primer libro. Mi padre olía a cola de carpintería y a barnices, a madera pulida y a serrín. Mi padre era el héroe de mi infancia a pesar de que sólo lo veía algunas noches o en las mañanas del domingo. Mi padre me llevaba a tomar el vermut a loa bares del barrio de la Concepción de los primeros años 60 y me presentaba a sus amigos, hombres hechos y derechos viviendo, también, en la humillación, a los que, con un orgullo emocionado, les decía: "este es mi hijo y será ingeniero".
En estos días, mientras asistía estupefacto a las actuaciones del juez Varela contra Garzón, pensaba en los asesinados perdidos en las fosas comunes olvidadas en cunetas y descampados. Pero pensaba también en las vítimas que cruzaron la dictadura en un silencio hecho de humillaciones y sevicias. En quienes, hombres y mujeres, crecieron, maduraron acobardados, rotos, conviviendo durante décadas con sus fantasmas, con los asesinos de amigos y compañeros viviendo cerca de sus domicilios, en quienes arrastraron secretos inconfesables y humillantes y hubieron de acostumbrarse a una cotidianidad de plomo y de mediocridad infinita. Pensé en Manuel Rico Delgado. En el destinatario de algunos de mis más emocionados poemas. En el hemenajeado en mi novela Los días de Eisenhower. En mi padre de viento puro.