Hace años que no celebro el Día del Padre. En realidad pienso que celebrar, celebrar, lo que se dice celebrar, nunca lo he celebrado. A mi padre esto del consumismo le gustaba lo justo y los regalitos no es que le dieran igual, es que hasta le repateaban. Cosas de la posguerra, supongo. O de la austeridad castellana, quizá.
Desde que mi padre no está, mi madre recibe regalos míos y de mi hermano algún que otro 19 de marzo. Ella es nuestra madre y nuestro padre. Y no es que lo sea ahora: lo fue siempre.
Ella nos dio cariño y valor. Ella nos dio principios. Ella trabajó dentro y fuera de casa para que no nos faltase de nada -ni siquiera un capricho. O tres o cuatro-. Ella se quedó con nosotros hasta no sé qué hora de la noche para preguntarnos la lección cuando teníamos un examen. Ella nos acompañó al médico. Ella nos arregló los juguetes rotos. Ella nos colgó las estanterías de la habitación. Ella se echó la familia a la espalda para que no terminásemos hechos trizas.
Por eso hoy le escribo estas líneas. Porque ella siempre ha sido, también, mi padre.