«Now what’s that sound from underneath the door?
He’s pounding nails into a hardwood floor
And I swear to God I heard someone moaning low»
What’s he building in there?, Tom Waits.
¿Qué será lo que está armando?, fue lo que me pregunté la noche después de los martillazos. Por fin conseguí un rincón en la casa al final de la L, la más apetecida en todo el callejón, y ya dormido, con los cartones encima y el bazuco cerca, se empezaron a escuchar martillazos, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, y otra vez, uno hasta ocho, y de nuevo. No le quise dar importancia porque el sueño me mataba y el humo del bazuco ya me quemaba la garganta. Me dormí enseguida.
Es probable que los martillazos siguieran toda la noche, por eso me desperté preguntándome qué sería lo que estaba armando. Qué podría estar armando un desgraciado como todos nosotros en el segundo piso de una de esas pocilgas. Podrá ser la casa más apetecida de la cuadra, pero sigue siendo una ratonera. Una o dos veces a la semana alguno amanece muerto; casi nadie quiere ser el que le avise a la policía, por eso los cuerpos pueden durar toda una mañana pudriéndose, algunos quedan medio desnudos, quedarían del todo sin prenda alguna si no fuera por el hedor que tienen las prendas más cercanas a la piel, porque la verdad es que aquí hace meses nadie se baña, pero la necesidad de ropa la tenemos todos. Por eso, por todo eso, me parecía completamente inútil que alguien se pusiera a construir algo en ese lugar, a esas horas de la noche.
Pero la noche siguiente fue igual. Toda la noche arrastró cosas por el suelo, martilló unas veces más, sonaron varillas de metal y cadenas, golpes secos, tintineantes, tos, estornudos, pero ninguna risa. Toda la noche. Esta vez no pude dormir, escuché cómo caminaba de un extremo al otro por encima de nuestras cabezas, cómo dejaba caer herramientas y trozos de cosas al suelo, metales, maderas, cosas indescifrables chocaban unas con otras durante toda la maldita noche. ¿Qué será lo que está armando?
A la mañana siguiente alguien me había robado el bazuco. Para eso me tuvo que meter las manos entre los pantalones, que es donde la escondo, debió ser en la madrugada, cuando por fin conseguí dormir un poco. Ese fue un día espantoso, temblé y sudé todo el día, caminé varias cuadras a la redonda buscando algo para calmarme y solo conseguí que un parcero me regalara una botella de pegante casi vacía. Temblé y sudé todo el puto día, pero mientras caminaba sin rumbo, con el sol en la nuca, con las miradas desconfiadas de la gente en cada esquina, no dejé de preguntarme: «qué será lo que está armando.»
Esa noche no pude resistir la curiosidad, tenía que subir a echarle un ojo a ese tipo. Esperé a que todos se durmieran, debían ser las dos o tres de la madrugada que es cuando la mayoría ha vuelto a la cuadra. Esa vez no había tanto ruido, apenas se oía que movía cosas de un lado para otro, oía sus pasos y la tos. Me levanté con un trapo encima y caminé hacia la escalera. Cuando llegué al primer rellano le dio un ataque de tos al de arriba. ¿Qué será lo que está armando? Cuando se calmó y lanzó un horrible gargajo, seguí subiendo el segundo tramo de escaleras. Había una sola luz prendida, un bombillo que colgaba del techo, pero alumbraba más una vela. Al principio creí que no había nadie, que todo había sido mi imaginación. Pero luego vi su sombra que se levantaba arrastrando algo. Yo apenas asomaba mi cabeza, casi al mismo nivel del suelo. Vi tablas apiladas en una esquina, unas mesas, varillas de distintos tamaños, unos barriles y cadenas. En un extremo del cuarto había una pequeña sección y parecía separada del resto por unas rejas. El tipo se movía ahora con algo de sigilo, parecía que buscaba algo en el suelo y se movía cerca a las esquinas de aquel cuarto. Luego noté que agitaba levemente uno de sus brazos, estaba echando algo en el suelo, también empecé a notar que murmuraba cosas, como un rezo, como una canción. Se dio la vuelta bruscamente y pensé que iba a bajar las escaleras, casi me caí de espaldas por el susto, pero vi que su sombra se movió hacia la otra esquina del cuarto y volvió a encorvarse, a agitar el brazo, a rezar casi en silencio. ¿Qué será lo que está armando? Cuando paró el rezo y se sentó en el suelo entendí que había terminado lo que fuera que estaba haciendo, entonces sentí el olor de la sal y el azufre.
Al día siguiente llegaron muy temprano los de medicina legal. En la casa de al lado amanecieron muertos dos, parece que una pobre desgraciada con un niño. No los mató el frío ni el hambre ni la abstinencia, que es lo común por acá. Los apuñalaron. Me acerqué a ver mientras se llevaban los cuerpos, me pegué la botella de pegante a la boca con ambas manos y vi cómo sacaban las dos bolsas. La sangre asomaba su raro y espeso manantial en el borde de la entrada, como una lengua sagrada que da la bienvenida a la muerte. Cuando cerraron el camión forense me fui a la plaza a buscar reciclaje y algo de bazuco para la noche.
Aquella noche no hubo ruidos ni nadie arriba. Escuché gritos en la calle y en otras casas de la cuadra, pero eso es lo normal. Subí a echar un vistazo pero había instalado una puerta de metal en el cuarto. No pude ver nada. ¿Qué será lo que está armando allí adentro?
La noche siguiente me dormí con el calor del bazuco quemándome la garganta, dormí profundo hasta que empezaron los gritos. No me moví pero abrí los ojos. Podría jurar que el resto de desgraciados que dormían allí conmigo hacían lo mismo, inmóviles hurgaban la oscuridad con la mirada y se preguntaban qué estaría pasando sobre nuestras cabezas. Los alaridos y chillidos eran espantosos, pero parecían provenir de un lugar muy lejano, como atrapados en un sueño, en la pesadilla de alguno de los que fingía dormir a mi lado. Me eché los trapos y los cartones encima de la cabeza lo mejor que pude, prendí el bazuco que me quedaba y al rato me debí quedar dormido.
Una semana pasó casi de la misma manera. Cada noche escuché gritos insoportables que venían del cuarto de arriba. Gritos que tampoco duraban mucho, gritos que jamás iban acompañados de palabras que se pudieran entender. Cuando ya me había acostumbrado a ese teatro macabro volvió el sonido de las herramientas y los martillazos una noche. La tos, la asquerosa tos seca también volvió, y con ella los jadeos de lo que parecía un perro. ¿Qué será lo que está armando allí adentro? La curiosidad me volvió a atacar y me levanté para ir hacia las escaleras. Arriba algo o alguien arrastraba cadenas y daba golpes secos e intermitentes contra el suelo. Subí poco a poco hasta que pude ver que la puerta estaba entreabierta. De allí salía la misma luz débil del bombillo colgando del techo. Acerqué mi cabeza a la rendija que formaba la pesada puerta y el marco. Sentí el golpe de un olor a óxido y humedad que me estremeció. Me acerqué más y pude ver la espalda del hombre, estaba acuclillado y parecía cortar algo con un machete. ¿Qué será lo que está armando? Creí que había imaginado los jadeos de perro pero en ese momento vi que algo se movía arrastrando cadenas, era un pitbull enorme, se acercó a donde estaba el hombre, parecía darle algo al perro que ahora jadeaba con mayor fuerza, el hombre dio otro golpe seco con el machete y lanzó algo hacia un lado, allá se lanzó el perro con el peso de las cadenas que lo sujetaban, el trozo de lo que había lanzado alcanzó a quedar un segundo libre para que yo lo viera con claridad, era un trozo de algo negro y gelatinoso que parecía cubierto de cuero; el perro se lanzó a devorarlo, se lo llevó a las fauces con fiereza y vi que era un trozo de carne con capas de grasa, oscura, casi sin sangre, con pedazos de piel como la de los cerdos. Cuando ese pensamiento atravesó mi cabeza, me lancé escaleras abajo. No sé si hice ruido, no sé si aquel tipo notó algo. Me lancé a mi rincón, a mis cartones y mis trapos, y encendí una piedra de bazuco con la esperanza de que en la chispa, de que en las ansias y el ardor de ese humo bendito, se disipara toda aquella pesadilla.
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