El primer orgasmo vino con la primera masturbación. Una masturbación tímida, más bien culposa; una de esas hazañas que se llevan a cabo mirando hacia los costados.
Recuerdo mi primer orgasmo con una exactitud dramática. De los que siguieron me quedan algunas imágenes que no puedo establecer bajo un orden cronológico, pero que guardo como encapsulados en pastillas de memoria que me fui tomando, en pequeñas dosis, junto al yugo de mis fantasías adultas.
A veces me pregunto si mi amiga E también se acuerda de aquellas tardes de sol y pileta que nos sirvieron de plataforma para todo lo que hicimos juntas, que fue muchísimo más que nadar y darle color a nuestros cuerpos de exagerada niñez y primitiva adolescencia.
E vivía en La Lucila, en un barrio residencial de la zona norte de Buenos Aires. Su mamá trabajaba todo el día y su hermana, que estaba encargada de cuidarnos, tenía un novio punk con quien salía por las tardes, casi sin excepción.
Gracias a las escapadas vespertinas de aquella pareja en gestación de morir (como casi todas las parejas que nacen a esa edad, o como casi todas las parejas), E y yo pasábamos el día completamente solas, con la casa entera a nuestra disposición. Los primeros juegos de la tarde eran de una simpleza tan encantadora que todavía los repito, cada vez que tengo la oportunidad, con la intención siempre punzante de no perderme dentro de las extrañezas de la mente y poder disfrutar durante el mayor tiempo posible de esa diversión pura de la que sólo es capaz un cuerpo: buceábamos broches, nadábamos largos por debajo y por arriba de la superficie, practicábamos distintos estilos, inventábamos coreografías acuáticas.
Eso, hasta que sobrevenía el hambre, generalmente a las pocas horas de haber almorzado. Inventábamos una gran merienda que servíamos en una sala que estaba al lado de la cocina, a la que llamaban playroom, desde donde se veía el jardín lleno de plantas, árboles y el claro de la pileta que se aquietaba bajo el reflejo del sol. Era una imagen elocuente que muy probablemente hoy me resultaría tranquilizadora y armónica, algo así como un una tarde a destiempo.
Pero en aquel momento el playroom no era un escenario hacia el afuera. El playroom tenía algo más, algo mucho más atrayente y era una puerta hinchada de humedad que encerraba un cuarto de servicio en desuso al que nosotras, menos intencionalmente que por inercia, convertimos en el cuarto de los orgasmos.
Empezó sin intención. Estoy segura que para las dos fue igual. Unas pelotas de tenis, la picardía (inspirada en parte por la pareja punk que en algunos descuidos lucía sus lenguas cruzadas delante de nosotras), la merienda y nuestro afán por vivir en código lúdico nos llevaban a inventar situaciones. Armábamos nuestras pequeñas obras de teatro que sin excepción acababan teniendo que ver con un hombre imaginario y con nuestros cuerpos, hasta ahí, también imaginarios.
Jugábamos, como animándonos de a poco, y de pronto nos encontrábamos aplastando nuestros finísimos pelos púbicos contra esas pelotas amarillas. Mientras una actuaba, la otra arengaba: besalo, besalo. Y entonces la que estaba protegida por la justificación de la actuación se agarraba de la almohada -y se reía-y empezaba a sentir que, entre la pelotita de tenis y su cuerpo, lo imaginario reaccionaba; lo objetivo respondía.
Todo fue in crescendo. Primero la pelotita, la reacción del cuerpo, el detenernos. Después la pelotita, la reacción del cuerpo, el atrevernos a la reacción del cuerpo, el detenernos. Siguió la pelotita, la reacción del cuerpo, el atrevernos a la reacción del cuerpo, el expandir la reacción del cuerpo, el detenernos. Hasta una tarde inevitable en que la puertita pareció convocarnos, como si se tratara de un llamado hecho por el marginado del colegio que, desde el rincón del patio y con la tranquilidad de saber que nadie lo considera, observa todo. Todo lo sabe.
E y yo caminamos hasta el cuartito y nos tiramos sobre la cama. Nos aplastamos contra el colchón, nos refregámos, nos sacudimos torpes, apuradas, desprolijas, y seguimos con nuestro juego hasta llegar, aquella vez sí, con la obra hasta el final.
Recuerdo que me sobrevino una idea de culpa. Me sentí enferma, pecadora y tuve asco de E. Le dije que no quería jugar más y volví al playroom a tomar la merienda. E caminó detrás de mí y las dos quedamos achacadas por la seriedad, hasta que mi mamá me pasó a buscar, como todos los días, a las 7 de la tarde.
Siguieron algunos orgasmos más que evidentemente no pudimos evitar, en silencio, y un día le confesé que cuando nos refregábamos contra el colchón del cuartito me agarraba una sensación extraña. Recuerdo la expresión de las pecas en torno a sus ojos. E me miró primero como si la hubiera robado, después aliviada, y finalmente me contó que a ella le pasaba lo mismo. Tengo la sensación de que después de aquella tarde no la vi más, y tengo la certeza de que nunca más la pude olvidar.