Mi primera cacería:1985

Por Cartas A 1985 @AntonCruces

No tengo hijos.

Al menos que yo sepa.

Supongo que si tuviese un hijo intentaría inculcarle mis aficiones. Le compraría una guitarra o una batería; vería con él mis películas preferidas con la esperanza de que algún día sean las suyas o puede que le prestase mi colección de cómics con el anhelo de que en el futuro (quizás dentro de 20 o 30 años) por fin podríamos tener una conversación seria y madura la noche de año nuevo sobre quién ganaría en una pelea entre Hulk y Lobezno.

Música, cómics y cine. Digamos que podrían entrar perfectamente dentro del ámbito de interés de un chaval.

Mi padre intentó la misma jugada conmigo. Lo que ocurre que a mi padre le gustaba otra cosa.

A mi padre le gustaba la caza.
Yo tenía nueve años.

─¿Quieres venir de caza?

De caza. Ojo. A un niño. Le preguntas eso a un niño que lee libros de aventuras y devora cómics de superhéroes.

Y claro, la imaginación se dispara como una escopeta.

¡Menudo planazo! ¡De caza con papá! ¡Seguro que me llevara a la jungla, veremos tigres y osos! Incluso es posible que encontremos sin querer un mapa del tesoro y se nos haga de noche mientras lo buscamos, pero al final todo saldrá genial y acabaremos tomando un chocolate con churros antes de volver a casa con nuestros trofeos. Asaremos un par de jabalíes en el jardín para, poco después, dar buena cuenta de ellos alrededor de una mesa mientras le contamos la historia a mamá a la luz y el calor de una hoguera.

Vamos que para mí ir de caza era más o menos esto:

El día empezó ya torcido. Primer factor por el que la caza no mola: hay que madrugar. Mucho. Mucho más que para ir al colegio. Viajemos al pasado…

                                Noviembre de 1985

Los preparativos

Ok. Ya he llegado. Estoy de nuevo en 1985. Son las siete de la mañana y mi padre me grita desde el baño que llegamos tarde. ¿Tarde? Son las siete de la mañana, no es tarde en ningún sitio. Lo pienso pero no digo nada porque en los ochenta impera la ley de la yoya. Me desabrocho mi cubre-pijama de felpa rojo con rodilleras herméticamente sellado. En Fukushima deberían utilizarlos: no le entra ni frío, ni aire, ni nada, pero yo no sé qué es Fukushima porque soy un niño de nueve años que vive en 1985. Desayuno una tostada y un zumo de naranja y me visto a toda velocidad para que mi padre no bufe más, En media hora estamos ya en el coche con los perros preparados para la aventura. La radio del coche escupe uno tras otros todos los éxitos de Roberto Carlos y poco a poco, a pesar de la hora y el frío, nos vamos animando.

Llevo puesto un chaleco de cazador diez tallas más grande de lo que le corresponde a un niño de mi edad, una gorra enorme en la que se podría preparar un cocido y unas katiuskas de un color indefinido entre el azul marino y el negro.

Mientras los perros ladran y mi padre les grita que se callen, tenemos una animada conversación sobre el colegio y los profesores que deriva de forma natural a una charla sobre las armas de fuego.

MI padre me advierte que no me dejará disparar ni llevar la escopeta, pero me promete que si me porto bien me dejará conducir un poco en un descampado.

¡Brutal!


Los otros cazadores

Ya hemos llegado. Aparcamos, bajamos del coche y nos acercamos a un grupo de cazadores que departe amigablemente a pesar de la helada bruma que les envuelve. Se quedan un poco sorprendidos al verme, pero enseguida me adoptan como mascota y me dan consejos para mi bautismo de fuego: “Haz esto”; “No hagas lo otro”; “No te separes de tu padre”.

Curioseo alrededor y no veo ni rastro de la aventura que días antes poblaba mi cabeza. Ni unicornios, ni osos, ni mapas del tesoro. Solo esto:

Un enanito llamado Señor Instinto me susurra al oído: ¡Menudo coñazo de día que te espera macho: largo y aburrido!

No podía haber estado más equivocado.

Octubre de 2013

De hecho ese día batí dos récords. El del “cazador” más joven de Placeres y el de la jornada de cacería más corta de la historia. Apenas duró media hora, pero me bastaron cinco minutos para saber que cazar no era lo mío. Andar, andar y andar. Parece que el día se vería reducido a esa actividad.

Echaba de menos mi consola y quería ver la tele, los dibujos, pero no. Mi destino era vagar por el monte como alma en pena, rodeado de frío y humedad y obligado a seguir el ritmo de mi padre para no perderme.

Así que allí estaba yo, compadeciéndome cuando mi katiuska noazul-nonegra piso algo. Solo sentí un leve crack bajo la suela y de repente…

Allí se desató el puto Pearl Harbour en apenas dos segundos. Decenas de avispas cabreadas por madrugar y porque alguien había destrozado su hogar de un pisotón salieron enfurecidas como cazas americanos. Se enredaban en mi pelo (pelazo por cierto), se metían entre mi ropa (¡cómo echaba de menos mi cubre-pijama hermético!) y se colaban entre mis botas. Sentía sus aguijones clavándose en mi piel, una, dos, tres veces…el zumbido del enjambre a mi alrededor me recordaba a las motos que pasaban a toda velocidad por delante de mi casa, y me las imaginaba con un casco picándome sin compasión. Cuando me tocaba el pelo para sacudirme una, tres más ocupaban su lugar. Mi padre apareció de la nada y me sacó de allí y me desmayé.

Fundido en negro.

Noviembre de 1985

Abro los ojos. Vuelvo a estar en 1985. Voy tumbado en la parte de atrás del coche y me duele todo el cuerpo. Noto hinchada la cara, las manos y tengo picaduras por todo el cuerpo. MI padre conduce a toda velocidad intentando tranquilizarme. Me dice que no pasa nada, que es normal que me duela y que ya llegamos. Dolorido, me sacudo una avispa que  yace muerta, enredada entre mi pelo.

No puedo recordar nada más.

Cuando mi madre me ve al llegar a casa, se acerca corriendo, me da un abrazo y me hace la pregunta de madre que nadie ha podido evitar desde el comienzo de los tiempos:

─ ¿Pero a ti cómo se te ocurre…?

Estoy tan débil que no quiero discutir con ellas, así que le suelto un eructo y le sonrío. Me vuelve a abrazar y me lleva a la habitación donde caigo rendido a un profundo sueño en el que encuentro el tesoro, pero en el cofre solo hay avispas, solo que en lugar de avispas son jabalíes diminutos. Roberto Carlos ameniza la escena mientras canta “Yo quiero tener un millón de amigos”.

Octubre de 2013.

Nunca más he vuelto a salir de cacería, nunca más me ha vuelto a picar una avispa y sigo es cuchando a Roberto Carlos. Si algún día tengo un hijo le inculcaré actividades más acordes a su edad como parapuenting, mezcla de parapente y puenting.

¡Salud hermanos!

PD: Aquella fue una dura manera de descubrir que las avispas hacen nidos en el suelo. Nunca lo olvidaré.