Entre las hojas de teca, donde antes quedaba una pista de aterrizaje
Todo comenzó con un café improvisado. Isa, Maickel, Alberto, Elena y yo estábamos en una mesa de Café Arábica, en Caracas, hablando de cualquier cosa o de varias al mismo tiempo. Alberto había pasado el día en El Ávila tomando fotos de aves y las mostraba orgulloso, pero dijo: “Nada como tomar las fotos en El Cristero, ahí sí es verdad que me vuelvo loco”. El Cristero… Había leído alguna vez sobre ese hato en Barinas, en medio de los llanos venezolanos, pero la verdad es que no sabía mucho.
Durante los tres meses anteriores a ese café, me había encaprichado con la posibilidad de llegar hasta Los Llanos. Quería viajar hasta Mérida, recorrer el casco histórico, el páramo, algunos pueblitos e ir bajando hasta Barinas para conectarme con esa llanura inmensa y entender cómo se daban los días por esa zona. Pero siempre pasaba algo: las lluvias, un tramo de la carretera caído, disturbios y de repente, nada. Mérida se me volvió lejana y lo fui dejando pasar.
En Venezuela, Los LLanos ocupan los estados Apure, Barinas, Portuguesa, Cojedes, Guárico, Anzoátegui y Monagas y hacia Colombia, se extienden sobre el Arauca, Casanare, Meta y Vichada
Dos llamadas y dos semanas después, el viaje hacia Hato El Cristero quedó fijado para los primeros días de junio. Alberto sólo me contaba maravillas: “tienes que levantarte a las cuatro de la madrugada y te vas caminando hacia el garzero”, me decía. “Vas a comer como nunca”, deliró Arianna cuando le conté que iba. Entonces, abrí la Guía de Valentina Quintero y me encontré con que El Cristero es uno de sus favoritos; que había que probar las catalinas y el queso de mano; además de perderse en el paisaje. Me fui con esa emoción guardada la maleta.
Aterrizando en Los Llanos, desde la ventanilla rayada del avión
Aterricé en Barinas una hora más tarde de lo previsto. El clima estaba fresco, muy contrario al calor que esperaba encontrarme. Humberto y Glenda, con quienes había hablado los días previos, me recibieron con un abrazo y los sentí como unos primos lejanos a quienes tenía tiempo que no veía, aunque los estuviera conociendo en ese instante. Así, me guiaron hasta las puertas del Hato, que es lo mismo que llevarme hasta las puertas de su hogar.
El kiosco de la venta de Catalinas al borde de la carretera marca la llegada a El Cristero. Al pasar ese umbral, la señal se pierde entre los árboles y no se necesita. No hay urgencias en este lugar; basta con escuchar los pájaros cantando casi como un coro de bienvenida y saber, entonces, que ya Caracas está muy lejos. Que aquí abunda el verde y la tranquilidad, esa que se busca cuando se viaja.
La cabaña, con tres habitaciones. La Majada es la de la ventana izquierda
La puerta de Recepción del Hato desemboca en un comedor inmenso, que es en sí la sala de la casa; ese punto neurálgico donde coinciden el olor a café, el sabor del ají picante, las comidas deliciosas y abundantes que prepara Nancy; los cuentos de Don Humberto y todas las conversaciones posibles. El techo de palma alto, las paredes de colores y al fondo, un caney con un chinchorro que me atrapó a primera vista.
Estoy en Los Llanos y el tiempo parece detenerse. No hay prisa. Juana aparece con su sonrisa afable para guiarme hasta La Majada, la habitación número 2 de una de las cabañas, en la que me desvisto de Caracas y salgo a esperar el atardecer, justo en el garzero, ese lugar lleno de aves en el que aprendí a llamarlas por su nombre, con el pasar de los días.
Próximo post. Los días en Hato El Cristero.
En el garzero, lleno de sonidos
Cae la tarde, desde el garzero