No estaba preparado para tu pérdida, mamá. Un cáncer en la sangre, como tú decías con tanta normalidad, te sobrevino cerca del verano pasado, camuflado al principio con el coronavirus y la edad. A ti, que nunca te ponías mala. En ese momento comenzó tu partida sin que supiéramos intuir con cuánta celeridad, demasiada.
Te extraño. No hablábamos a diario, ni mucho menos, pero sabía, sentía que estabas ahí, al alcance de una llamada. Ahora ya no. Hablo contigo en el pensamiento, pero a duras penas me contestas. He inventado una religión propia en la que velas por mí, por nosotros tus hijos, igual que papá.
Nos llevamos y nos llevaremos bien, tu descendencia, no estamos hechos de mala madera, unidos por vuestra semilla y vuestro recuerdo.
Las últimas imágenes que tengo de ti son de alguien luchando por vivir un poco más; respirando dificultosamente, abriendo los ojos a duras penas como tratando de saber si ya estábamos todos a tu vera.
Fuiste una mujer dinámica y divertida. Diferente y descomunal. Insoportable a veces, capaz de cambiar la energía de un lugar de un plumazo. Mucha de esa energía nos acompañará siempre.
¿A dónde has ido?, ahora quiero ir yo también. Tú me trajiste a la vida y me llevarás allí donde vayas, es ley.
Ya no soy del todo tu niño, tu hijo. Tu partida me empuja a ser adulto, de repente, y no quiero. Me interesa seguir siendo pequeño para poderte llamar mamá mas veces, más alto, siempre y acudir a tu regazo para reposar.
Pero vivo aún más que antes, más intensamente, porque lo hago por los dos, ahora que tú no puedes; me erijo en tu representante en la tierra. Ese es otro de los capítulos del catecismo que acabo de inventar.
Dale muchos besos a papá. Suerte que allí donde estáis no manda ya el tiempo y abrazarnos todos de nuevo va a ser cosa de un instante.
Te quiero por siempre MAMÁ.