Mi tarde con Suárez

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Siempre he envidiado en secreto esa capacidad de Juan Cruz de tener siempre a mano una anécdota con todo perro y gato que se muere en este país nuestro. Bueno, en realidad es una mezcla de envidia, miedo y sospecha, porque a veces no sé si Juan Cruz es nuestra señorita Fletcher particular y cuando te tomas un café con él estás jugando una ruleta rusa extraña que te va a convertir en fiambre en breve. Que no es que yo me tome muchos cafés con Juan Cruz, entiéndanme, yo bastante tengo ya con lo mío. A lo que voy, que  el periodista siempre puede contar cosas interesantísimas de cuando cenaba o comía o paseaba con los muertos de moda y a mí me fastidia bastante no tener ni un triste artículo oportunista que vender en estas ocasiones singulares.
Pero estos días, con la muerte de Adolfo Suárez, volví de repente a mis cinco o seis años y vi la oportunidad de cobrármelas todas juntas. Yo pasé una tarde con Suárez. En la plaza de mi pueblo, además. Me llevó de cabeza al recuerdo una amiga que, aprovechando un chiste sobre Olarte que circulaba por ahí, me dijo que acababa de oírlo en la radio diciendo que Suárez fue una vez con él hasta Tasarte. Y antes de que les diera tiempo de pensar que era otra fanfarronada de don Lorenzo los frené: es cierto, yo estaba allí. Obligada, vale, pero estaba, porque mis abuelos decidieron que tenía que ir con el resto del pueblo a recibir al singular político a la plaza porque cosas así no pasaban todos los días. y por librarse de mí un rato, supongo. Total, que salí medio rabiando de mi casa sabiendo que nada iba a ablandar a mi abuela y que adiós a mi tarde de relaxing bocadillo de nocilla in the sofá de la sala.
Suponiendo que aquello iba a ser un tranque de considerables dimensiones me llevé mi libro de Borja y Pancete (este, por si no lo recuerdan) y bajé aquella cuesta escuchando la dulce voz de mi abuela que gritaba a todo lo que daba de sí: “¡Como se te ocurra esconderte por ahí a leer y no llegues a la plaza te enteras!”. No había escapatoria. Total, mi escenario favorito: solajero, aglomeración de gente y visita de un señor desconocido. Pero me tuve que aguantar. después del discurso en la plaza le abrieron la iglesia y yo me fui detrás como un tiro, no por religiosidad, sino porque se estaba fresquito allí dentro y porque sentada en uno de los bancos estaba más cómoda para leer.

Total, que el político famoso le puso unas flores al santo patrón del barrio, se sacó un par de fotos con los fans y hasta firmó autógrafos. Ya en la salida y supongo que por inercia, se paró delante del banco donde yo estaba sentada y me fastidió de la mejor manera que pudo: me tocó la cabeza, me dio un beso y firmó en mi cuidadísimo y hasta entonces impoluto libro. Que me tocaran la cabeza, que me obligaran a besar a desconocidos y que me estropearan los libros eran tres cosas que de pequeña (y aún ahora) me sacaban bastante de mis casillas, así que imagínense. El centrista me remató. Subí rabiosa la cuesta hasta mi casa, le di a mi abuela el libro de cualquier manera como prueba de mi obediencia y me senté en la sala a disfrutar de una de las peores tardes de mi infancia. De aquellos polvos vinieron estos lodos, supongo.

Esa fue mi experiencia con el inventor de la democracia. Supera eso, Juan Cruz.

El descubridor de la democracia de España y V de Alemania poniéndole unas flores a San Juanito en Tasarte