Agonizaba la década de los setenta. Acababa de alcanzar la edad de 23 años y no tenía ni trabajo ni tampoco muchas esperanzas de encontrarlo. Lo que sí tenía eran unas ganas enormes de vivir y de transformar de alguna manera aquella sociedad que me estaba asfixiando entre sus muros invisibles y milenarios.
Los andaluces decidimos salir a la calle a pedir tierra y libertad y un referéndum que nos permitiese ser en parte dueños de nuestro destino, a pesar de que poco después, en Madrid, aquellos que se frotaban continuamente el pecho con los colores de nuestra bandera y alardeaban de ser los únicos herederos de Blas Infante intentarían hacer un trueque de mercadillo con la UCD de Adolfo Suárez, cambiando las ilusiones de todo un pueblo por un miserable grupo parlamentario que no habían sabido conseguir en las urnas con los votos de los andaluces.
La Avenida de la Constitución de Sevilla, entonces creo recordar todavía Avenida de José Antonio Primo de Rivera, se llenó de banderas verdiblancas y de gente de todas las edades y condiciones exigiendo libertad y respeto para la voluntad de todo un pueblo.
Recuerdo que durante aquella manifestación pacífica, cuando alcanzábamos la esquina del Ayuntamiento, comenzaron a caer objetos lanzados desde el último piso de la confitería Filella. Allí se encontraba una de las sedes de la Fuerza Nueva de Blas Piñar en la ciudad. Instantes después los cachorros de la nueva Falange bajaron de su cueva y atacaron con bates, porras y cadenas la cabeza de la manifestación.
Al principio la gente se dispersó presa del pánico por las calles y plazas adyacentes, pero a los pocos minutos se hicieron conscientes de que no habían ido hasta allí para salir corriendo a las primeras de cambio. En aquella época, que los fascistas atacaran cualquier manifestación se signo contrario a sus ideas era de lo más habitual. Se había convertido en su forma natural de expresión.
En un margen escaso de tiempo fueron acorralados y se refugiaron de nuevo en las cavernas oscuras de su sede, protegida por la policía para evitar nuevos enfrentamientos. La gente continuó la marcha con sus gritos y reivindicaciones olvidándose pronto del altercado. No habían ido allí a buscar camorra, sino a expresar la voluntad de todo un pueblo que no estaba dispuesto a dejarse engañar de nuevo.
Aquel triste cuatro de diciembre de 1977, recién licenciado del servicio militar, tuve que asimilar con tristeza que una bala traidora y cobarde le había arrancado la vida a Manuel García Caparrós, un joven de 19 años, en Málaga, en una manifestación exactamente igual a la que yo había acudido. La conquista de nuestro referéndum, desgraciadamente, también tuvo su cuota de sangre.
Puede ser que los andaluces hayamos perdonado éste y otros agravios, pero de lo que estoy totalmente seguro es que jamás olvidamos.
Hoy, más de treinta años después, todavía caminamos juntos por el sendero que decidimos iniciar aquel día.