Hace dieciocho años enterró a su única hija, a su primer nieto, que se había criado a su sombra, y a su yerno. Los tres perecieron en un trágico accidente de forma instantánea. Los dos hijos menores, uno con diecisiete años, y el otro con siete, quedaron bajo su tutela y la de su esposa, mi tía Nieves. Dicho suceso sacudió a mucha gente, además de la familia, pues mis tíos eran muy conocidos.
Mi tío Pepe era el menor de cinco hermanos, todos fallecidos. Mi padre fue el primero, murió muy joven, a los treinta y cuatro. Ya solo quedaba el pequeño, con el que siempre tuve una afinidad especial. El tío Pepe tenía fama de gruñón, y se la sabía ganar a pulso; pero yo había descubierto desde la infancia su lado fascinante. Su sed de conocimiento, alimentado por él a su escala y posibilidades, me marcó el camino de por vida. Había un resquicio oculto, bañado en candor, que solo asomaba en sus escritos, y capaz de asombrar a quienes lo leyeran, sobre todo si eran propios. Me refiero a los escritos (pocos) que hizo para niños, como el cuento que escribió a sus primeros dos nietos, ya que el tercero tardaría aún diez años en llegar.
Hoy venimos de enterrarlo a él, ya octogenario. Un octogenario vital y apasionado, como lo fue hasta el fin. ¿Sería esa nuestra conexión fundamental? Esa, y la curiosidad. Leí el Quijote en mi juventud por cómo me describía él su experiencia lectora. Lo releía una y otra vez, ávido de aprehender sus claves. Pidió que lo enterrasen con el libro, y así se ha hecho: lo llevaba al partir en el viaje final, a sus pies. Antes de colocar la lápida, yo arrojé mi bolígrafo a su tumba. A mi tío le gustaba escribir, y lo necesitaba. Era su tabla de salvación cuando la memoria de sus muertos lo arrastraba al abismo.
Me deja un gran vacío, y escribo esto con lágrimas en los ojos y pena en el corazón. Se sabía deudor de las faltas cometidas, y procuró enmendarlas. Para algunas cosas que nos reprochamos cada cual, a veces ya es demasiado tarde, y solo nos queda aprender de los errores e intentar perdonarnos. Ignoro si él lo logró. El que esté libre de culpa, que tire la primera piedra.
Llamo a mi editorial y pregunto que si estamos a tiempo de añadir una dedicatoria en mi nuevo libro, pero llego tarde, ya está imprimido. Me digo que le dedicaré la presentación, entonces.
Mi tío era un tanto terco, y pienso, que por una razón fundamental: pensaba por sí mismo. Nunca aceptó nada que le dieran masticado. Eso debe crear una especie de fortaleza en torno a las propias convicciones, sean acertadas o no.
Es extraña la muerte, por más que se imponga como lo más natural del mundo. Un instante acaricias una mejilla tibia, contemplas unos ojos que te miran, escuchas una voz anclada en tu historia, estrechas una mano familiar... y al instante siguiente no queda nada. Un cuerpo que ya no es la persona que conocíamos y amábamos. Es extraña la muerte.
Quizá, tal vez me equivoque, fui una de las pocas personas que tuvieron contacto con sus luces más que con sus sombras. Unas sombras que todos tenemos, pero que en las personas de carácter, destacan mucho más que las luces. Por eso el vacío que me deja su marcha solo podrá llenarlo el recuerdo de aquellas cosas que compartíamos.
Sé que nunca lo olvidaré, porque me dejó una huella profunda encaminada a la curiosidad infinita, al pensamiento propio, a una idea elevada de la autoconciencia de la dignidad. Y muchas otras cosas que iré redescubriendo a medida que la memoria las rescate.