Mi viaje por Varsovia

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

Cuando llegué a Varsovia me sucedió algo extraño: sentía que ya había estado allí. No sé en qué momento comencé a albergar la idea de que quería viajar hasta Polonia y como yo soy muy de capital, sabía que terminaría en Varsovia porque por algún lado tenía que comenzar. Llegué desde Estocolmo, una tarde fría y lluviosa de primavera, con dolor de garganta y la nariz congestionada. Ula, una muchacha polaca que no conocía, pero que me había escrito unos días antes por privado en Instagram, me fue a buscar al aeropuerto y pagó mi ticket de autobús a la ciudad porque yo no tenía efectivo polaco. Ula fue mi sorpresa agradecida en un país que pisaba por primera vez. Trabaja en el Dream Hostel Warsaw, el sitio donde me quedé todos los días que estuve en Varsovia y cuando supo que iba, se puso a la orden, en español. Yo pensé, claro, que estaba usando un traductor y le contesté en inglés, pero sus respuestas volvían en un español amable y cercano. Lo que yo no sabía en ese momento es que Ula, aunque es polaca, sabía bien cómo hablar español y que su novio es venezolano, así que después de nuestro primer abrazo ya la vaina había quedado clara.

La cosa es que cuando llegué a Varsovia me sucedió algo extraño. Ya lo dije: sentía que había estado allí. Dejé mis maletas en el hostal y Ula me explicó cómo llegar a una farmacia para buscar medicinas para mi malestar. Pero yo no la escuché bien y me fui abrigada y sin paraguas a caminar por esa lluvia de Varsovia que era suave, fría, breve. Para ese momento no tenía ningún mapa, no quería consultar Google Maps para no sacar las manos de los bolsillos de mi chaqueta verde. Todo era nublado y hermoso y yo caminaba derecho y cuando sentí que tenía que cruzar a la izquierda, crucé. Y cuando quise detenerme, me detuve, y ahí estaba la farmacia y yo sabía -y no sé cómo podía saberlo- que dos pasos más allá había un sitio de baguettes y no entendía, ni entiendo nada de polaco, pero sabía que no aceptaban efectivo y por eso no podía darme mi antojo de gripe de primavera. Pero en la farmacia me compré una caja de 60 pastillas de vitamina C -de las que aún me quedan siete porque las conté esta mañana (esta mañana de Caracas, donde estoy ahora)- y una cajita con 10 tecitos nocturnos, marca Vick. Cuando salí de allí, recordé que el museo de Fryderyk Chopin (es gratis los miércoles) no quedaba tan lejos y que dos calles más allá había una casa blanca en la que daban conciertos de piano todos los días a las cinco de la tarde. Solo cuando estaba llegando de nuevo al hostal caí en cuenta que no podía recordar algo que nunca había visto, pero aún así, allí cerca estaba el museo de Chopin y la casa blanca. El polaco es enredado y no voy a decir que lo entendía, porque nunca entendí nada, pero podía adivinar conversaciones ajenas. Así como adiviné a Chopin. Al museo fui unos días después y no salí contenta, salí triste, con el recuerdo de un solo piano de madera en el medio de una sala oscura que no me transmitió nada, pero ese es otro cuento que poco importa ahora. Bueno, ya que estamos, salí triste porque estudié piano desde muy pequeña, porque Chopin es una de mis referencias, porque Chopin es polaco y porque bueno, el museo no le hace honor. Según yo. Digo según yo porque no me interesan las pantallas interactivas, ni pasearme por las partituras que me sé casi de memoria. Yo quería ver, no sé, los zapaticos de Chopin cuando fue a clases el primer día. Pero no. Entonces recordé que la primera vez que fui a la casa de Betthoven en Bonn, Alemania (era el año 2001) me emocioné con sus pianitos, el olor a madera, sus bolígrafos, su olor a tinta. Y bueno, uno compara aunque no quiera y por eso el museo de Chopin me dejó triste. Este años volví a Bonn, a la casa de Betthoven y estaba cerrada por arreglos varios. Pero sigamos, intento hablar de Varsovia.

Ula me dijo que podía llegar al barrio de Praga caminando, que era cerca. Que bajaba por el puente y llegaba. Y yo le hice caso y me fui, y creo que caminé cerca de 40 minutos. Ya no tenía gripe. El tecito de Vick me hizo dormir toda la noche y amanecí sin voz, pero como igual no hablaba mucho, poco importaba. Caminé y ya no llovía y me di cuenta que me quedé prendada de un pedacito de Varsovia que fotografié casi todos los días. Eran las mismas casas de colores, el mismo monumento alto e inmóvil en la Plaza del Castillo (el del rey Segismundo III Vasa, quien trasladó la capital de Cracovia a Varsovia), pero allí estaba yo, click que click a cualquier hora que pasara por el Stare Miasto, el centro histórico. Quería ir al barrio de Praga porque había leído que ahí estaban los únicos edificios que quedaron en pie durante la Segunda Guerra Mundial. Hagamos pausa. ¿Sabían que Varsovia quedó completamente destruida durante la guerra? La ciudad la reconstruyeron de nuevo gracias a fotografías y pinturas antiguas, sobre todo las de Bernardo Belloto. Y bueno, en Praga habían edificios que resistieron los bombardeos y gente que vive allí como si tal cosa. Yo quería ir a Praga y caminé por más de una hora. Me perdí, claro. Había puesto la dirección en Google Maps sin saber bien dónde estaban los edificios y me dejé llevar. Tanto, que llegué a una construcción y yo sabía que por ahí no era y salió un guardia y tocó un pito y yo dije algo en inglés que no sé que fue. Entonces, caminé hacia la izquierda porque bueno, a la derecha había monte y terminé en los patios internos de unos edificios muy nuevos, de unas oficinas. Es que yo soy muy perdida, a veces no sé cómo es que viajo sola. Pero entonces allá, por allá, había un edificio gris con ventanas que resguardaban antenas de Directv, pero también huellas de balas y yo seguí caminando derecho, ya casi rendida a encontrar esos edificios antiguos y quise una fruta y me detuve a comprarla y pasaron dos muchachas, cámaras guindadas al cuello y dijeron buildings y las perseguí. Casi dejo la fruta: una manzana, por irme detrás de ellas, pero coordiné y las perseguí sin prestar mucha atención al camino. Siempre trato de prestar atención al camino, por aquello de volver. Pero bueno. Ellas cruzaron en una esquina y yo con ellas y ahí estaba ese marrón añejado y sucio de los ladrillos, los edificios que gritaban pasado, con rejillas que sostenían sus esculturas viejas, los rastros dolorosos. Yo dejé que ellas avanzaran y me quedé en el portal de un edificio. Un señor me vio y me dijo en inglés que las estructuras eran originales, que podía pasar al patio. Y pasé. Lo que había era algo muy normal: cuatro edificios con un patio en común, con algún carro estacionado, un altar a la virgen o al papa Juan Pablo II. Pero yo comencé a temblar y a imaginar historias, a escuchar ruidos de balas en mi cabeza. Nadie se asomó mientras yo estuve allí, pero sentía la urgencia de salir como si algo más me estuviese esperando afuera. En esa calle estaban los edificios que habían quedado en pie durante la Segunda Guerra Mundial y yo de repente era un manijo de horror, me explico, un manijo de preguntas que no entienden de horror. Seguí caminando y me encontré al mismo señor que me había dicho que todo era original y pensé que era una aparición, una cosa repetida, pero esta vez me dijo que podía subir algunos pisos, que las puertas estaban abiertas. Y ahí estaban las muchachas que perseguí y luego abandoné. Estaban ahí, al borde de una ventana hablando en alemán, aunque cuando me vieron pasaron al Oh, my God y yo dije lo mismo también, como para seguir la conversa. Subí dos pisos, no pude más. Me agobié, lloré. Toqué la madera, vi con detenimiento los escalones y me imaginé a la gente escapando, tapándose los oídos, cerrando los ojos y yo no pude más. Me asomé por la ventana y luego salí al patio para buscar esa misma ventana e intentar verme a mí misma. Soy incapaz de pensar con exactitud el horror de la guerra, en la historia judía de Polonia y otro más vericuetos que se unen en mi cabeza. De repente no supe que hacía en el barrio de Praga y al mismo tiempo, sentía que tenía que verlo de cerca, que me estremeciera, que me cuestionara. Así mi viaje tendría sentido. En el barrio de Praga grabaron muchas escenas de la película "El Pianista", de Roman Polanski, una historia que cuenta bien el alzamiento de Varsovia durante esos días de guerra.

No me perdí al volver, pero no quise caminar. Fui a esperar al tranvía y vi a un oso. Primera vez en mi vida que veía a un oso y no entendía porqué lo estaba viendo cerca de la estación del tranvía de Praga. Allí cerca está el zoológico y el oso es, cómo decirlo, como la atracción al aire libre, el gancho para que entres. A mí no me gustan los zoológicos, pero me quedé un rato viendo como el oso caminaba inquieto de un lado a otro, incómodo, y quise que nos comiera a todos, que saliera de allí. Pero tenía que seguir. Por eso fue que tomé el tranvía y volví a mis casas de colores al principio de la ciudad vieja, cerca del hostal, cerca de mis emociones, cerca del click de mi cámara que no cesaba cuando pasaba por allí. Yo no sé cuántas veces pasé por ahí y me quedaba frente al Palacio Real a ver a la gente pasar.

Hay otro día que recuerdo con exactitud en Varsovia. Comencé a caminar por la ciudad vieja y mis referencias eran bastante vagas: no he ido a la izquierda de la muralla, no he pasado más allá del toldo blanco de esa esquina. Soy incapaz de recordar los nombres de las calles o de anotarlos, no sé porqué. Mi memoria es fotográfica y dispersa. Pero llegué a la Plaza del Mercado, donde está una sirena en el medio de todo. Una de las plazas más importantes de Varsovia. Estaba vacía, con algunas personas sentadas en los bancos. Dos leían, dos mujeres, y otras más solo miraban hacia al frente. Estaba tan vacía que coloqué mi teléfono sobre los manubrios de un scootter y con el temporizador para hacerme una foto. No salió como me gustaría, pero está bien. Luego pasaron tres niñas y le pedí una foto a la más alta. Esa quedó mejor. La cosa es que no sé que tenía esa plaza vacía, rodeada de edificios de colores, que me hacía delirar de emoción y me dije que tenía que volver al final de la tarde. Volví casi todos los días que estuve en Varsovia y uno de ellos me senté en una de las mesas a tomar una cerveza y escribir en mi libreta. Es turístico, es más caro, pero no me importó. Me senté a espaldas de la sirena. Otro día volví y me perdí buscando la oficina de correos para enviar tres postales. Pero no me importaba perderme, la plaza siempre estaba allí y el ruido, y la gente y los turistas que se volvían pegajosos al atardecer porque los edificios brillaban. Miren, ahí está un restaurante de varias estrellas Michelin, no sé el nombre, no lo anoté, pero al lado y digamos, por todos lados, hay puesticos que venden helados y waffles llenos de crema y chocolate y chispas de colores. Y todos van caminando por las calles de Varsovia con eso o lo otro, o con alguna baguette llena de champiñones con queso y salami. Yo también. Yo caminé por las calles de Varsovia dando mordiscos a mis antojos, sin remordimiento. Ese día lo recuerdo bien: me comí un helado, me tomé una cerveza. No fue el mismo día que me perdí buscando la oficina de correo. Los mezclé, pero no importa.

Lo que sí importa es la sirena, que es el símbolo de Varsovia, empuñando su espada y escudo y que aparece por muchos lados de la ciudad, si van prestando atención. Alguien me contó la leyenda y es que habían dos sirenas, gemelas, navegando por el Mar Báltico, pero cuando llegaron a Gdansk decidieron separarse: una se fue a Copenhague, capital de Dinamarca, y la otra llegó a Varsovia nadando por el río Vístula y se enamoró de ese lugar hermoso que vio y decidió quedarse allí. Parece que su canto molestaba a algunos que intentaron sacarla del lugar, pero otros la defendieron y ganaron. Por eso ella se levanta para defender a la ciudad. La historia es más larga, pero es más o menos así y fui a las orillas del río para verla, allí donde está el puente Swietokrzyski y ahora que escribo esto, lamento un poco que ese día me haya ganado el cansancio y no me quedé a dar más vueltas por la ciudad moderna y entender que todo eso que se levanta tiene menos de 70 años. Qué impresionante Varsovia, la ciudad que se levantó (en todos los sentidos) Al mismo tiempo entiendo que mi curiosidad estaba en otros colores.

Hubo un día en Varsovia que no me dejaron pasar por una calle porque estaban filmando una película ¡una película! Grabé un video de 33 segundos de ese momento. Se veía todo tan exacto, tan a los documentales que he visto: los niños jugando con una pelota desgastada, los guardias marchando, la hogaza de pan. Qué loco, pensé, estoy en Varsovia viendo cómo graban una película de los tiempos de la guerra. No me quedé mucho tiempo. No sabía a dónde quería ir, que cuando viajo sola todo se vuelve muy: me provoca a la derecha y ahora a la izquierda. Pero justo después de eso llegué a los linderos de la muralla y habían dos niños compartiendo un poco de agua. Estaban sentados en la muralla, muy sudados, mientras sus bicicletas reposaban en la pared. Me apoyé en un muro y les hice una foto y uno de ellos me miró y me saludó. Yo le devolví el saludo, la sonrisa cómplice. Me alzó el pulgar y yo también. Tenía lentes, yo también. Y nos reímos. Esa, justo esa, es mi foto preferida del viaje que hice por Europa durante tres meses. Fue su risa, la luz de la tarde, el sabor de mi chiclet, su sudor, su pulgar al aire, la muralla, el árbol de hojas rojas. Ese instante lo atesoro. Y miren que Polonia fue apenas el segundo país por el que pasé en tres meses. Y Varsovia la segunda ciudad que conocía en ese periplo. Pero esa foto, un solo click, se me grabó en los sentidos y permaneció al final de toda la travesía, varias ciudades después.

Otro día que recuerdo en Varsovia es cuando, por fin, caminé hacia el lado izquierdo de la muralla. Ya tenía diez días en la ciudad y me reproché no haber pasado por ahí antes. Todo merecía una foto: el mesero sirviendo con exactitud las copas de champaña, las campanadas de la iglesia, el sonido de los cascos de los caballos sobre el camino de piedras, el silencio entre los callejones, los arcos y las conversaciones ajenas en los banquitos apostados en la acera. Caminé a la izquierda, siempre a la izquierda y apareció una iglesia y entré. Por alguna razón que no sé, me gusta entrar a todas las iglesias que veo y me gusta ver el altar y hago anotaciones mentales que luego olvido. Pero miren, era Semana Santa y yo estaba en Varsovia y todo me daba más curiosidad de lo normal. Ese día me senté en un bar frente a otra iglesia que no era a la que entré y saqué mi libreta y pedí una cerveza. Me senté allí porque la cerveza de 1.5 litros era más barata que en cualquier otro lugar (¡apenas 4 zl! Como 1$) y bueno, debe ser por eso que se me instaló tan rápido en la cabeza y dibujé raro ese día. Porque a mí me gusta dibujar, pero ese día salieron garabatos. Los precios de ese lugar, Pod Samsonem, son generosos. Volví al día siguiente a almorzar, sin tomar cerveza y su menú es netamente polaco y judío. Y miren, esa iglesia, la del frente, resistió los bombardeos y se convirtió en una suerte de hospital durante la Segunda Guerra Mundial y cuando me estaba enterando de eso, llegó una procesión y tuve que apartarme para que llegaran tranquilos al altar. ¿Ya les dije que era Semana Santa, verdad? Por cierto, en esa misma calle está el museo de Marie Curie, al que nunca atiné a ir.

Hubo un día que caminé hasta el Palacio de Cultura y recuerdo que disfruté mucho esa caminata: pasé por parques muy verdes, por edificios altos, por calles anchas. Subí a ver la ciudad desde muy arriba (4$) y la vi llena de estructuras modernas y volví a llorar, porque a mi Varsovia me hizo llorar siempre y entre tantas casas, busqué en la lejanía el casco histórico y sentí que yo pertenecía más a eso que a otra cosa y que debe ser por eso que entendía el polaco solo cuando estaba allí (?) Debe ser por eso que un día antes de dejar Varsovia, como un acto melancólico de mi parte, subí a la torre más alta de la iglesia Santa Ana (1,50$), ahí empezando el casco histórico. Sí, subí 150 escalones y tuve una de las vistas más hermosas para ver mis casitas de colores. Me quedé un buen rato allí, dejándome llevar por la brisa, viendo cómo la gente se hacía fotos, cómo se detenían con asombro ante los colores, o a escuchar el saxofonista que sabía bien -o sabe- cómo colocarse frente al foco de luz para que su sombra se vea grandiosa en las paredes del Palacio Real.

No lo había mencionado, pero si algo me obsesionó en Varsovia era tratar de adivinar los límites del gueto. Durante la Segunda Guerra Mundial, la Alemania nazi construyó un muro de 18 kilómetros y adentro confinaron a 400 mil judíos que murieron de hambre, de sed, de desidia, de horror en los campos de concentración. O allí mismo, sin ir muy lejos. Murieron de muerte. El horroroso Gueto de Varsovia. Entonces, en partes de la ciudad hay placas de concreto que recuerdan por dónde pasaba el muro y cada vez que yo veía alguna, no sé que sentía. Pasaba de un lado a otro, como si quisiera sentir alguna cosa. Me podía la rabia, la tristeza, la impotencia. Pero está bien que todo eso esté allí para recordarnos hasta donde puede llegar la maldad del ser humano. Entender el holocausto, no se trata solamente de conocer la historia judía en Polonia. Hay más: gitanos, polacos, políticos que murieron bajo el régimen nazi. Estuve en la ciudad el 19 de abril, día en que se conmemora el alzamiento del Gueto de Varsovia (1943), el día en que un grupo de judíos muy mal armados se enfrentaron a más de dos mil oficiales nazis que tenían la orden de pasar el muro y matarlos. Ese día en la ciudad fue increíble: cientos de jóvenes repartían flores amarillas de cartón que, gentilmente, te ponían a la altura del pecho y que decían: remembering together (recordando juntos).

Mi último día en Varsovia fue tristealegre. No quería irme de allí y tenía ya un ticket de bus que me llevaría a Cracovia, otra ciudad de Polonia que, me habían asegurado, me gustaría más que Varsovia. Los juicios siempre son extraños. Pero me parece que para terminar de relatar mi paso por la ciudad, debo contarles que estuve casi seis horas en el Museo de la Historia de los Judíos Polacos (Polin) y apenas comencé a recorrerlo (es gratis los jueves), recibí la mayor de las contundencias cuando me vi entre placas que semejaban un bosque espeso y oscuro. Cuenta una leyenda judía que cuando ellos estaban buscando un lugar seguro para vivir, cayó del cielo un papel que decía: "id al país de Polania". Y así decidieron ir hasta esa región, que en hebreo llamaron Polin, es decir, "descansa aquí".

¿Qué mas hice en Varsovia?
  • Comí una porción generosa de costillas de cerdo, con vegetales y salsa de romero, servida sobre repollo agrio (8$). Un plato típico de Polonia que probé en el restaurante Zapiecek. Hay varios por Varsovia.
  • No entré más a un restaurante y mi comida fue más de puesticos callejeros. Me volví fan de la Zapiekanka: un baguette tostado, con champiñones, queso y alguna salsa. Las hay de muchos tipos y son muy baratas (2$). También probé los Pierogi (2$), una empanada típica que se puede comer hervida o frita y que tiene variedad de rellenos. Mis favoritos eran de camarones o los de champiñones.
  • Comí helados de vainilla con chocolate y waffles con mucha crema que se me resbalaba mientras caminaba (1,5$).
  • Busqué los rastros judíos en la ciudad, pedacitos de historia que aún se mantuvieran en pie. Así llegué a la calle Prozna, la única del antiguo Gueto de Varsovia que mantiene parte de sus edificaciones originales. Ya comenté que me obsesionaba buscar por dónde pasaba el muro.
  • La cerveza que más me gustó fue la Lomza. Procuré tomar una cada día (1,5$)
  • Tomé dos veces el tranvía y solo un bus para llegar del aeropuerto a la ciudad. De resto, solo caminé muchísimo. Los tickets del transporte se compran por horas (resulta buenísimo y económico) y también los pueden comprar por un día o tres.
  • Visité el Museo del Alzamiento de Varsovia. Tómense su tiempo, allí también pasé casi seis horas. Los domingos la entrada es libre y vale muchísimo la pena para entender la historia de la ciudad. Es estremecedor.
  • Me divertía buscando figuras de sirenas por Varsovia.
  • Me senté en los banquitos que tienen música de Chopin y a todos les di play varias veces.
  • Me quedé por casi media hora sentada frente al Monumento del Alzamiento de Varsovia. Allí terminan muchos de los tours que dan por la ciudad. Intenté escuchar cualquier cosa que contaran en los diferentes grupos. No se me grabó nada.
  • Como el ambiente cambiaba los fines de semana, me quedaba mucho rato escuchando música en la calle, de cualquier tipo.
  • Hice arepas de Reina Pepiada en el hostal y Ula me ayudó a prepararlas.
  • Dormí todas las noches en el Dream Hostel Warsaw. Ya lo había dicho, pero por si acaso.

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