La velada musical daba comienzo con la suite en cuatro movimientos de Pelléas et Mélisande Op. 80 (1898) de Gabriel Fauré, basada en la tragedia simbolista de Maurice Maeterlinck, y de la que Debussy sacó tanto juego escénico, a pesar de ser Fauré el que primero se interesase por ella. Se adivina la mano del director galo a la hora de elegir un repertorio en el que es un consumado experto. A sus venerables 83 años, Michel Plasson es uno de esos grandes maestros, de los pocos que aún quedan, de la vieja escuela francesa. No lo puede ocultar, la tradición corre por sus venas: pose expresiva y elegancia interpretativa le definen. Un director de los que se hacen querer por su misma afabilidad, y por su vitalidad, que no le sobra. Y de los que a pesar de la edad siguen ofreciendo auténticas lecciones musicales. Poco importan sus ruidosos saltos en el podio para demandar un pasaje más enfático y agitado, o sus constantes siseos, que a manera de rubateo subrayan la cadencia de la frase musical; algunas grandes batutas del pasado han tenido sus manías y sus poses interpretativas, recordemos mismamente los arrebatos de Celibidache.
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