¿Debe el sacerdote hablar de política? Sí, pero bajo ciertas condiciones. Este escrito del filósofo M. F. Sciaca lo va a ayudar a entenderlo.
Tomado de: "La Hora de Cristo" de Michele Federico Sciaca
La simple formulación del tema suscita ya sospecha y dudas, incluso fuertes, no sólo en el llamado –e irritable- laicismo, sino también en los mismos católicos, en los que me hallo comprendido. Esto hace que sea muy oportuna una aclaración en torno a una cuestión que, si siempre ha sido actual y viva, desde el momento en que Cristo fundó su Iglesia y ordenó a sus primeros ministros, hoy tiene una actualidad particular y desconocida en el pasado. Es necesario comenzar a precisar este último punto.
La Iglesia y los católicos siempre han debido defenderse de la herejía y de la intromisión del poder político en los asuntos específicamente eclesiásticos. Con mucha frecuencia la herejía ha sido causada por motivos políticos, el cisma siempre lo ha sido, ya que en el fondo ha significado autonomía del Estado incluso en materia religiosa y absorción de esta última en el mismo Estado (Protestantismo alemán, Iglesia anglicana, tentativa de Iglesia galicana, etc.), con objeto de arrojar de sus fronteras a la Iglesia católica.
Alguna vez la herejía, aun nacida de discusiones doctrinales, se ha puesto al servicio de los intereses políticos del Estado, que pronto (y no precisamente por motivos religiosos) le ha ofrecido su protección, combatiéndola después, cuando lo aconsejaban otros intereses. Basta recordar a Guillermo de Ockam, que, condenado, puso su pluma al servicio del Emperador contra el Papa, y, en tiempos más recientes, al jansenismo, que se vistió de jacobino y se hizo el voltairiano y el iluminista en Francia y en Italia. Así, pues, siempre que ha habido un herético, el laicismo lo ha defendido, no porque le importara lo más mínimo la heterodoxia o la ortodoxia, sino porque ha encontrado en ello una buena ocasión para combatir a la Iglesia y a los católicos. Estas y otras luchas que el Catolicismo ha debido sostener presentan una característica: son luchas que, aun mezcladas con motivos políticos, han sido combatidas (fuera de aquellos en los que el Papa ha intervenido como soberano temporal) por la independencia y la supremacía del Papa como cabeza espiritual de la Iglesia de Cristo o por la ortodoxia del dogma católico; pero, en todos los casos, se han combatido siempre en el interior, no de una genérica concepción cristiana, sino del Cristianismo, aceptado como doctrina revelada y sin que nadie tratara de destruirlo (si se exceptúa el peligro árabe primero, y el turco después) ni de desenraizar de la mente de los hombres la idea de Dios . Por lo demás, la herejía ha tenido significado dentro de la religión y no como negación de ella, aunque lo herético, como tal, se ponga fuera de la recta opinio.
Desde la Revolución Francesa en adelante y sobre todo desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros días, la necesidad de la acción política de la Iglesia y de los estoicos se presenta más urgente y con una actualidad propia. En este lapso de tiempo han nacido doctrinas filosóficas, con evidentes e inmediatos reflejos políticos, que niegan todas las verdades del Cristianismo (y no sólo del Católico), es decir, la existencia de Dios transcendente y creador, la divinidad de Cristo (y por consiguiente la Revelación), la divinidad de la Iglesia de Roma y su infalibilidad en materia de fe. Por una parte, el hegelismo, que hace del estado prusiano la encarnación del Dios inmanente que, a través del proceso histórico, se actúa a sí mismo; por la otra, el marxismo (hijo de Hegel), que niega a Dios, sea el que fuere, y ve en la futura “sociedad homogénea” la sociedad atea y sin religión. Levantados los ídolos del historicismo y de la inmanencia (aceptados por el positivismo y por las principales corrientes políticas como el liberalismo, la democracia laica, el socialismo, el comunismo, etc.) y resuelto (disuelto) el momento religioso en el fanatismo de la nación (nacionalismo), dominadora de las otras (imperialismo), del Estado (estatalismo), de la raza (racismo), del partido político (comunismo), etc., los peligros para la Iglesia católica (y para el Cristianismo en general) se han hecho mortales. Ya no se trata de una cuestión (aún grave) de supremacía del Papa o del Emperador, de ortodoxia o de heterodoxia, de herejía o de cisma, y ni siquiera de masonería o de laicismo estilo siglo XIX, sino de existencia o de no existencia de la Iglesia, de Cristianismo y de cristianos. E incluso, a propósito del comunismo, de existencia o de no existencia de los valores espirituales o humanos como tales. Esta es la situación de hecho en que hoy se encuentra no sólo la Iglesia católica y los católicos de todo el mundo, sino también los cristianos separados, es decir, los protestantes de todas las sectas y de todos los países.
Con esta diferencia: el protestantismo no tiene ninguna fuerza que pueda constituir un baluarte sólido y firme contra el comunismo, porque (teológicamente) no es la Iglesia de Cristo, es decir, divina y eterna, a la que nada ni nadie podrá destruir jamás, cualesquiera que sean las pruebas a las que pueda ser sometida; porque carece de unidad, hallándose dividido y siendo infecundo; porque la crisis del capitalismo es su crisis; y, finalmente, porque dada la falta de una jerarquía eclesiástica, de una verdadera disciplina aceptada por la libre adhesión a una dogmática intangible, y de una autonomía respecto a los diversos Estados cuya suerte sigue de cerca, puede hacerse él mismo cómplice del comunismo (o del laborismo, que no es mejor) como ha sucedido en Rusia con la Iglesia ortodoxa. Los ejemplos vivientes de dos archiconocidos arzobispos protestantes, uno inglés y otro alemán, son muy elocuentes.
Sólo el Catolicismo y su Iglesia, hoy, tienen la capacidad y la fuerza (la espiritual, que procede de la verdad) de hacer frente no sólo a la insensata amenaza de descristianización radical del mundo, sino también a la de aniquilar cualquier religión y destruir los valores humanos más elementales. En esta situación ¿quién debe poner al margen de la política a los sacerdotes para que se ocupen sólo de las prácticas religiosas, ignorando lo que sucede en torno suyo? El que así opinara, si no marxista, sería al menos un acatólico. Y, en efecto, hay laicistas no comunistas que no pierden ocasión para reivindicar los derechos y las “conquistas” del laicismo, para protestar contra las indebidas “injerencias” de los curas en la política y la “invasión” del Vaticano, pero saben perfectamente que si los “curas” en un momento dado de ausencia de responsabilidad y de incumplimiento del deber que su misión les impone, se retiraran a la sacristía, su laicismo palabrero y charlatán anegaría en sangre sus cabezuelas, naturalmente “iluminadas” y, como siempre, muy “críticas”. Saben muy bien (y esto los hace más petulantes y más audaces) que la Iglesia, en esta circunstancia como en cualquier otra, salvo casos personales de sacerdotes o de católicos, jamás ha menoscabado ni menoscabará el sentido de sus deberes y de su responsabilidad –la Iglesia, la eterna y generosa combatiente contra todas las trincheras del mal y del error, y la eterna centinela de los verdaderos derechos de la persona humana- y por esto se hacen los bravucones y los fuertes contra Ella. Cómica situación la del laicismo actual no comunista: puede hablar mal de la Iglesia y permitirse el lujo de ser anticatólico, porque la Iglesia, con su barrera antimarxista, le garantiza esta libertad: se hace el anticatólico bajo la protección del escudo adamantino del catolicismo; pronto, si las cosas volvieran a enredarse sangrientamente otra vez, acudirían a las puertas de los conventos y de las iglesias, a refugiarse temblando de miedo bajo la túnica de curas y frailes, como ya ha sucedido.
Esta es hoy la bellaquería fundamental de los grandes “héroes” del laicismo no comunista de las logias, de los comicios y de los parlamentos.
En esta situación, la intervención activa, eficaz y decidida de la Iglesia, de los sacerdotes y de todos los católicos en la vida política y pública de cada país y del nuestro, donde también hay una sola Cruz (se puede intervenir eficazmente sin hacer de políticos), es un derecho y un deber indeclinable: hacerse atrás, achicarse o ser tibios y “abiertos” a todas las opiniones (acaso por miedo a que mañana –quién sabe!- prevalezca la enemiga del catolicismo) es traición o bellaquería del católico, eclesiástico o seglar, y en ningún caso caridad; es “coloquio” y “diálogo” enfocados torpemente.
La actual contingencia ha privado de contenido y de significado a los términos de la antítesis clericalismo-anticlericalismo tal y como se enfocaban hasta hace cosa de treinta años. Sería bueno que clericales y anticlericales adquirieran conciencia de tal cambio. Ha sido un bien para todos, sobre todo para los católicos, que deberían sacar la lección (esperamos que muchos lo hayan aprovechado) de que, si no se quiere un anticlericalismo activo y duradero, es necesario evitar el clericalismo, que es categoría política, la cual nada tiene que hacer con el sacerdocio y la religión, sin o que más bien les es nociva, siendo politiquería para la que la defensa de la religión y de sus derechos es un pretexto o un encubrimiento. La mejor manera de hacer ineficaz, superfluo, ridículo y debilitado al anticlericalismo es no hacer clericalismo: eliminar este término de la antítesis es hacer estéril al otro. Se puede objetar que sin el anticlericalismo no nace el clericalismo y que este último es casi siempre una legítima y justificada defensa, como lo fue en Italia, por ejemplo, contra el laicismo sectario de la segunda mitad del siglo pasado. Creo que sobre este punto, fundamental, es necesaria una aclaración.
Si clericalismo significa injerencia del clero en la política militante, es decir, en la política de partido y en las cuestiones pertinentes al poder secular, tratando de realizar a través de éste una verdadera potencia política clerical, decimos sinceramente que el sacerdote no debe hacer esta política y que, haciéndola, da lugar a un clericalismo que acaba por provocar inevitablemente el anticlericalismo, que, dentro de estos límites, tiene su justificación.
Incluso los verdaderos católicos y los sacerdotes auténticos se sienten, en este caso, anticlericales precisamente en defensa del sacerdocio, del catolicismo y de las doctrinas políticas católicas. No les queda más que combatir el anticlericalismo y el clericalismo para instaurar una verdadera, legítima y debida acción política del catolicismo. Incluso en el caso de un anticlericalismo no provocado por su contrario, éste no sea de combatir con el clericalismo, lo que equivaldría a robustecerlo, perpetuarlo y legitimarlo, sino con la que, como derecho y como deber, es la verdadera acción política del clero, es decir, con la defensa de la ortodoxia, de la autonomía de la Iglesia y de los principios cristianos (naturales y revelados), que tienen derecho a expansionarse para realizar su función educativa y formativa de los individuos y de la sociedad.
Defenderse mediante el clericalismo es ponerse en el mismo plano que los adversarios, es politiquería y no política, es disminuir la dignidad eclesiástica. La Iglesia (y cada sacerdote) es superior a todos los partidos y por esto no debe hacer política de partido como la hace el politicante, ni aspirar a un dominio político directa o indirectamente.
Sin embargo, existe el reverso de la medalla. Los acatólicos (y en esto siempre se hallan de acuerdo, al menos mientras no hay para algunos de ellos un peligro mayor, como sucede en nuestros días) tachan de clericalismo incluso la acción educativa y social de la Iglesia y la participación de los católicos seglares en la vida política, ya que quisieran que las jerarquías eclesiásticas la dejaran en manos no católicas y que los católicos se estuvieran con los brazos cruzados, poco menos que como tolerados, réprobos o ineptos, al margen de la vida política y social. Evidentemente aquí no se trata ya de clericalismo ni de anticlericalismo, sino de laicismo anticatólico que niega el derecho a la vida (civil, y aun va más lejos) al catolicismo y a los católicos, a la Iglesia y al clero. En este caso la intervención de los católicos y del clero es sacrosanta, un deber elemental e inaplazable: no es injerencia en las funciones del Estado o del poder secular, sino defensa frente a la injerencia de uno o de varios partidos políticos que detentan el poder; defensa de los principios cristianos no en abstracto, sino en concreto, dentro de la conciencia de los católicos, para que continúen dirigiendo su vida individual, familiar, social y política. En este caso, la acción política del Sacerdote es parte integrante de su apostolado, de sus deberes de ministro de Cristo y de Sacerdote de su Iglesia. Sobre esta cuestión se ha de conducir la lucha sin perplejidad y sin compromisos, y aún a costa de la vida. La era de los mártires no es solamente un momento histórico de la Iglesia, sino una constante espiritual, una fuente que mana en todo tiempo y lugar. Cuando el clero y las jerarquías eclesiásticas se encuentran, como hoy, frente a un materialismo adoptado como norma de vida, escéptico y nihilista a la vez, ante una concepción de la vida, como es la comunista, poderosamente organizada sobre el terreno políticosocial, constituida en partido extendido por el mundo y que gobierna naciones inmensas y poderosísimas, una concepción que tiene secuaces declarados y ocultos por doquier, decidida a destruir los valores humanos y las verdades cristianas, que se han constituido sobre la base de las verdades clásicas y de la Revelación a través de cerca de treinta siglos de civilización, ¿quién, de buena fe, puede sostener que el clero y la jerarquía eclesiástica deben desinteresarse de la política, cuando ésta se entiende en el modo antes aclarado? ¿Quién, de buena fe, puede tachar de clericalismo su acción política? ¿Acaso deberán los sacerdotes estarse al margen, asistir indiferentes a la continua violación de las conciencias, renunciar a su apostolado educativo y moral, a amonestar, guiar y aconsejar, a desenmascarar al diablo que se viste incluso de ángel? Con esto no es que se pretenda que el clero no haga política, sino absurdamente que menoscabe sus deberes, su misión, su apostolado; es imponerle traicionar al Cristo que entre sus manos se sacrifica cada día en la Hostia para descender al corazón de los cristianos.
Vayamos a las ideas claras y precisas: ¿se quiere que el cura no haga política de partido ni de comicios, ni planos de estrategia electoral, creyendo al mismo tiempo en su apostolado y en la verdad de sus enseñanzas evangélicas; o se quiere arrancarlo de la vida activa, negando su apostolado de verdad y su misión educadora? En otras palabras: ¿se cree en la verdad cristiana y en la misión educadora, formadora y moral de la Iglesia, o no? Si no se cree, es hipocresía el no declararlo abiertamente y es hipocresía y bellaquería al mismo tiempo servirse de la Iglesia en interés de una clase o de un partido. Si se cree, es contradictorio sostener que la Iglesia deba ponerse al margen de la vida política y desinteresarse de los problemas morales y educativos, y asistir inerme y culpable a la difusión de doctrinas negadoras del cristianismo, propugnadas por partidos políticos que, una vez en el poder, hacen tabula rasa de una civilización veinte veces secular.
Por último, atendamos a una idea clara y precisa, que implícitamente ha guiado nuestro discurso y ahora lo concluye explícitamente: es necesario distinguir netamente entre “táctica” y estrategia política de un lado y “acción” política del otro, que significa amparo y defensa, mediante la palabra y la pluma, de algunos principios y normas de la vida política y social, cuya validez no depende de esta o de aquella contingencia y ni siquiera de este o de aquel partido. El sacerdote debe defender estos principios de modo que informen la vida de los ciudadanos y la acción del gobierno, cualquiera que sea. El sacerdote debe, además, impedir que doctrinas políticas invadan el campo de la religión, suban a los altares, cubran los crucifijos y transformen las iglesias en casas sociales de un partido político o en salas de fiestas. Todo esto se llama, no hacer política, sino impedir los sacrilegios más horrendos, las devastaciones de lo sagrado, que son también allanamiento de las conciencias. El sacerdote debe abstenerse de hacer política de partido o de comicio, de la táctica y de la estrategia y sobre todo de la “intriga”, que lo ofende como sacerdote: deje a los politicantes el cometido, bastante mezquino, por cierto, si se compara con el del sacerdote o con el que cumple una misión verdaderamente educativa. Del sacerdote no es el maniobrar, ni el hacer este o aquel movimiento estratégico, ni el adoptar hoy esta táctica y mañana la opuesta si el interés lo exige, etc. Su acción política es superior a estas contingencias. No se cuide de tener influencia junto a los politicantes, potencia de político o potencia sobre los poderosos, sino que se preocupe de dar a la política un alma de verdad. Su cometido es afirmar la política de la verdad para que haya una verdad de la política.
Es de desear que el sacerdote haga la política que debe como ministro de Cristo: política sin clericalismo. Y a quien a pesar de esto, continúe haciéndose el anticlerical, lo perdone y lo recomiende a la gracia y a la bondad infinita de Dios.
Es en extremo significativo un profundo pasaje de San Agustín, que con frecuencia, junto a Rosmini, nos ha guiado en las páginas de este volumen: “La ciudad celeste, mientras dura su peregrinación terrena, llama a sí a los hombres de todas las naciones y de todas las lenguas, sin cuidarse de la diversidad de costumbres, de las leyes ni de las instituciones con que ellos conquistan y aseguran la paz terrena….Pero ella sólo les exige a estas leyes que no impidan la religión que enseña a amar al sumo y verdadero Dios”. La Iglesia sólo pone al Estado una condición: salva pietate ac religione.