Michele Federico Sciacca: El Sacerdote y el Mundo Moderno

Por Beatriz
No dejen de leer este escrito del filósofo Michele Federico Sciacca, sobre todo la segunda parte, la obra de magisterio,  donde habla de la cultura del sacerdote y se pregunta si en los Seminarios reciben la educación necesaria para afrontar el mundo con todos sus matices.
Tomado de: "La Hora de Cristo" de Michele Federico Sciacca
Sacerdocio y Mundo Moderno
El mundo moderno es complicado, complicadísimo: la misión del sacerdote es compleja y difícil. Claro está que para un santo es fácil y simple, ya que sabe abrazar este mundo y desatar los nudos con las manos de la caridad; pero no todos los cristianos son santos. Por esto el problema existe, el gran problema de la misión del sacerdote católico en el complicadísimo mundo actual. La respuesta es incluso esta vez fácil y, me atrevería a decir, inmediata: estar preparado para entenderlo, para vivirlo intensamente, para ganarlo para Cristo. Sin embargo, no es fácil estar preparados para la vida. El “prepararse” para una vida cristiana y entregar la propia obra para que otros se preparen es una dificultad que encuentra cada hombre.
No se trata de estar preparados para combatir contra los acristianos o los acatólicos, porque un cristiano, sacerdote o no, no debe combatir contra ninguna criatura humana, cualquiera que sea, sino amarlas a todas. Ni siquiera las ideas se combaten: se esclarecen, se purifican del error, si lo tienen, y después se apropia su positividad. Cada idea, por errada que sea, tiene siquiera una partícula de verdad, ya que de otro modo ni siquiera hubiera sido pensada: el puro error es impensable y estéril, es lo no pensado, lo que se dice sin pensarlo; cada hombre por dañoso que sea, es siempre un hombre, criatura de Dios, espíritu capaz de verdad y de bien, y como tal debe ser amado. Por consiguiente, se ha de excluir la posición puramente polémica o negativa. Se ha de combatir en el mundo y no contra el mundo, o, mejor dicho, se ha de ir al encuentro del mundo con tanto más ardor cuanto peor y más perdido esté. Cuanto mayor sea el pecado más grandiosa y vigilante debe ser la obra de redención, que es obra de amor.
De amor, sí; pero también de verdad: no hay caridad sin verdad y no hay verdad, sin caridad.
Este es el Cristianismo: amor y saber, saber y amor, llama de voluntad y luz de intelecto.
Esta unidad sublime es Cristo, ésta es su Palabra, su enseñanza: verdad y caridad, es decir, valores humanos y religiosos.
Por lo tanto no bastan las solas virtudes caritativas, desunidas de las intelectivas: los puros intelectos deshumanizados no son suficientes, pero tampoco el caos de sentimientos inmediatos. El amor verdaderamente tal se halla siempre iluminado por la verdad: se conocen las cosas que se aman, se aman las que se conocen. El amor hace penetrante a la inteligencia y ésta hace luminoso y transparente el amor. Desde esta altura, equilibrio máximo que parece desequilibrio a los mediocres de mente y de corazón, todo “se comprende”: nuestra realidad y la ajena, y se obra poderosamente sobre nosotros y sobre los demás, se favorece a la “persona” propia y ajena y se realiza la libertad de todos en la de cada uno y la de cada uno en la de todos.
Prepararse de este modo y para tales cometidos es, repito, tarea difícil. No es imposible, porque la Providencia no es avara y la Gracia es pródiga con la buena voluntad. Pero requiere que esta última sea total. Y es precisamente en este punto donde queremos remachar el clavo, aunque sólo sea con nuestra débil pluma.
Dos cuestiones (entre muchísimas que ni siquiera sería posible apuntar) nos urge plantear y discutir sobre todo: el Sacerdote en su acción caritativa y el Sacerdote en su obra de magisterio. Son los dos aspectos fundamentales del problema del sacerdote frente al mundo moderno en que debe vivir y obrar.
La Acción Caritativa
Nos referimos a la acción caritativa desnuda y sin tacañería, que es obra de amor y al mismo tiempo de justicia, reparadora de culpa y de egoísmos. Ahora bien, no podemos olvidar que los dolores y las miserias de los hombres son consecuencia del primer pecado; su raíz es teológica, está en el misterio. Por consiguiente, es preciso ir a su encuentro, pero no sólo para aliviarlos, sino también para hacer sentir su justicia y toda la positividad redentora a través de la expiación. Si la caridad prescinde del fundamento teológico, que es incluso verdad humana, se transforma en una pura asistencia social, sin conservar nada cristiano y ni siquiera humano, ya que ni siquiera se niega la ayuda a las bestias que sufren. En el orden histórico, un cristianismo sin el sentido del pecado no es Cristianismo (como no lo es sin el propósito y la esperanza de la enmienda); un hombre sin dolor, sobre todo moral, no es hombre (un hombre que llora vale más que un gusano que ríe, dice Agustín), como no lo es sin la alegría que da también el dolor aceptado como medio de redención. Por consiguiente, no se olvide jamás su fin espiritual. Sanar a un hombre en el cuerpo, dejándolo enfermo (y quizá putrefacto) en el espíritu, es quizá hacer más mal que bien, en cuanto que, aunque es verdad que la condición de salud física puede favorecer la curación espiritual incluso (sobre todo) porque muestra la piedad generosa de un hombre hacia otro (cualquiera que sea) que sufre, no lo es menos que también puede ser una condición desfavorable, siendo el dolor físico una situación que predispone, quizá mejor que otra, al arrepentimiento y a la purificación o, al menos, a “reflexionar” sobre las propias miserias y a sacar oportunas consecuencias y arrepentimiento de ellas.
Pero, ¿a cuento de qué este discurso? Porque los tiempos que corren nos exponen a graves peligros. Parece que es la época de la llamada “cuestión social”; de las exhortaciones interminables para que nos formemos una “conciencia social”, para que no veamos otra cosa, pero todas partes, que el “problema social”. ¿Quién osará negar su verdad, urgencia y justicia? Nosotros lo aceptamos, pero hasta un cierto punto. (…) Hoy el hombre, el espíritu por el que es hombre, está en peligro de morir sofocado por la preocupación, por el ansia de bienestar, de un bienestar físico cada vez mayor. Está bien que el bienestar se realice a condición de que con ello gane el espíritu y no sólo el cuerpo, y de que sea medio y no fin.
(…) Concédaseme aún otra observación. La caridad no se consume por entero en socorrer la miseria. El desheredado no tiene solamente necesidad de pan o de vestido, sino también (sobre todo) de una palabra de consuelo, de una sonrisa, de un latido humano de participación, es decir, tal que por él siente que su causa, en aquella circunstancia, lo es también mía. El siempre ha encontrado personas, aunque hayan sido pocas, que han satisfecho su hambre; pero no estoy tan seguro de que haya encontrado una que, dándole una limosna, le haya sonreído, hablado, estableciendo con èl un contacto o un vínculo humano. Incluso a los perros vagabundos les echamos el pan; pero a los hombres no les bastan las migajas de la mesa. Ellos tienen la palabra, que es conciencia, que es pensamiento y voluntad; y quieren una palabra que sea humana, una gota de espíritu. Limosna no es caridad; socorro material no es todavía consuelo espiritual. Por consiguiente la primera cuestión no es la del bienestar material como fin de sí mismo, sino en todo momento la de la ayuda espiritual. ¿Cuántos católicos lo hacemos? De palabra, todos, pero con fórmulas convencionales: “Lo siento”, “No sé lo que haría por poderle ayudar”, “Rezaré por usted”…., olvidando el caso al volver la esquina. ¿Lo hacen todos los sacerdotes? ¿Afrontan todos la pobreza con todo su corazón cristiano? ¿Tienen siempre presente que la caridad es ayuda espiritual y no sólo material? No estoy reprochando ni aconsejando; sólo estoy buenamente conversando, para recordar a todos y a mí mismo lo que significa enfrentarse cristianamente con la sociedad moderna en lo que respecta a este problema de la ayuda caritativa y del alivio de los sufrimientos del prójimo.
Permítaseme decir todavía otra cosa, aunque sea un poco fuerte, pero el Cristianismo es así: una cura radical, como dice Kierkegaard.
Un hombre sufre mucho, muchísimo. Ayudémosle: el amor al prójimo lo manda y yo debo amar a mi prójimo como a mí mismo. Ahora bien, ¿qué se yo de los designios de Dios? Debo ayudarle, pero teniendo presente que aquel sufrimiento puede ser una gracia, la condición que Dios ha querido para su bien, e incluso un premio, quizá fructífero del premio supremo de la salvación. “Puede ser castigo y puede ser misericordia” dice Fray Cristóbal a los pies del lecho de Don Rodrigo moribundo entre espasmos de larga agonía. (…) Debemos ayudar sin obstaculizar la obra de Dios, sin olvidar que, aun de las situaciones más humildes e insignificantes, no comprendemos el último fin. De otro modo digamos, con franqueza, que no creemos en la intervención sobrenatural, que somos inmanentistas, aunque vayamos diciendo, quién sabe por qué, que todavía somos católicos. Los sacerdotes de Cristo lo son siempre y por esto deben recordar que la caridad, la más alta virtud espiritual, aun cuando se hace al cuerpo, se hace al espíritu. De otro modo nos multiplicaremos por aliviar las penas físicas de éste y de aquél, olvidándonos de lo principal.
La obra de magisterio
El otro aspecto del apostolado y de la actividad del sacerdote es su obra de magisterio, compleja y delicada. Se puede resumir en una frase: llevar a las conciencias la Palabra de Cristo y hacer que las penetre y conquiste. Y, por consiguiente, defender el Evangelio y guiar a las almas según sus dictámenes de modo que se conduzcan según ellos. Pero para que esto suceda, y las palabras no queden como letra muerta, es necesario que el Evangelio se adhiera a las conciencias y éstas al Evangelio. Convence quien está convencido, persuade quien está persuadido. El tono de la retórica difícilmente escapa: puede seducir momentáneamente, pero no persuade duraderamente, profundamente. Entonces ¿quién infunde Fe? El sacerdote que tiene fe, verdadera, cálida, genuina y sincera. La palabra, que es vida interior, suscita otra vida interior, excava y penetra, echa raíces y da frutos.
El Cristianismo es verdad revelada, formulada por la Iglesia en algunos dogmas fundamentales. El dogma, claro está, es el dogma: es verdad de fe y se acepta como tal. Ahora bien, como dogma tiene una poderosa fuerza operante en nosotros, en los más hondo de nosotros, sobre nuestra vida concreta, sobre el pensamiento y sobre la acción: es verdad iluminadora y por esto verdad-guía y verdad-fuerza. Por lo tanto el sacerdote no debe hablar en abstracto, repetir las fòrmulas intangibles, sino vivirlas y hacerlas vivir, hacer de ellas presencia interior en el alma de los fieles. (…) El dogma, tomado en su misterio impenetrable, clarifica toda la vida, la regenera, la orienta y (permítaseme la palabra) la evidencia. Sólo entonces el dogma es verdaderamente operante, es verdad no de fe en abstracto, sino de la fe viva de cada creyente. De otro modo queda escrito en los libros, que casi nadie lee; como argumento de sermones, que poquísimos escuchan y penetran. La acción eficaz del sacerdote debe dirigirse a la conciencia de los hombres de hoy. Por consiguiente, el sacerdote debe conocer el mundo en que vive, ser hombre de su tiempo, tener experiencia de la vida presente, de sus exigencias, de su modo de sentir, de sus matices y también de sus sutilezas, que son muchas y desconcertantes.
Al llegar a este punto me veo obligado a preguntarme: los Eclesiásticos, tal como son educados y formados en los Seminarios y en los Escolasticados, ¿tienen la preparación psicológica (no digo, por ahora, cultural) para comprender y por lo tanto afrontar con eficacia el mundo contemporáneo? Me abstengo de pronunciar un juicio; pero no puedo, dadas las experiencias que tengo, dejar de manifestar mi perplejidad. No sé hasta qué punto los Seminarios y Escolasticados han sido actualizados para que un joven sacerdote a los veintidós años, recién salido de ellos e implantado en el mundo, en contacto con la vida de hoy, no tenga la impresión de encontrarse en un ambiente en que se mueve fatigosamente.
El sacerdote es también un hombre de letras, de filosofía, de teología, que tiene que entrar en contacto con ignorantes y con doctos, con campesinos e intelectuales, hoy más que ayer y de diversa manera. Me explico. En tiempos pasados se podía distinguir, como se acostumbra a decir, entre cura rural, típicos “curas de misa y olla”, y cura de la ciudad, sin que el primero fuera inferior al segundo. Tomando como base esta distinción, se podía destinar al campo o a los pueblecitos un tipo de sacerdote y a la ciudad otro, es decir, sacerdotes más inclinados a los estudios y más preparados. Hoy se ha hecho problemática esta distinción: la instrucción se ha extendido a todos los rincones, las escuelas superiores y las Universidades son frecuentadas por jóvenes provincianos provenientes de todas las clases sociales; casi no hay un villorio en el que no haya sus estudiantes universitarios . Por esto el llamado “cura rural” también se encuentra ante gente que sabe o cree saber (lo que es peor), exigente y sabihonda. Por consiguiente, debe hallarse preparado en cierto modo, sin pretender que sea un Aristòteles. Y es màs: también debe tener los medios (y el gusto y la responsabilidad) para estar al día, aunque sólo sea limitadamente en lo indispensable. Con mayor razón se presenta esta necesidad en lo que respecta al cura de la ciudad. En pocas palabras: se plantea (y se impone) el problema de la preparación cultural e intelectual del sacerdote, arma indispensable para dirigir su apostolado en el mundo, hoy como ayer y como siempre. Lo decía al principio: verdad y caridad, amor y saber: esta es la cuestión.
Su cultura debe estar ante todo radicaba en la tradicional (pilar de todo católico, eclesiástico o seglar), pero revivida y no repetida, penetrada y no aprendida como una leccioncita. Y es más, también, en este campo, el sacerdote debe obrar en concreto, es decir, con el mundo cultural de hoy, con sus exigencias y sus tonalidades, sus gustos, sus errores y sus verdades. Por consiguiente, también en este punto hace falta sensibilidad y finura y por esto mismo conciencia del momento histórico.
Esta vez tampoco juzgo. Sólo me pregunto si la preparación cultural de los Seminarios y de los Institutos religiosos semejantes es idónea para la misión de los candidatos al sacerdocio. Sé que en ellos se estudian las letras, la filosofía, la teología, etc., pero queda por ver cómo se estudian. Incluso a este respecto tengo alguna experiencia que me deja perplejo. Atendamos dos únicos ejemplos.
Hace algunos años fui huésped de una gran Escolasticado en una gran ciudad de un país nórdico. La cortesía de mis huéspedes me asignó la estancia del profesor de filosofía para que tuviera a mi disposición los libros que fui autorizado a usar. Entre otros tuve en mis manos un volumen que recogía las lecciones del referido docente, litografiadas y encuadernadas: una historia de la filosofía hasta el siglo XIV. Su extensión era de una ochenta paginitas, poco más o menos, escritas en latín. Toda la exposición, esquelética e incolora, era del mismo estilo árido, reseco; las cinco vías de Santo Tomás estaban alineadas en una página insípida: fórmulas, esto era lo que allì se presentaba. Aquel libro era una especie de catecismo. Evidentemente los alumnos (futuros sacerdotes) de este profesor habrían aprendido únicamente aquel catecismo filosófico. Ahora bien ¿es posible que con ochenta paginillas de proposiciones “in forma” se pueda tratar de formar una cultura filosófica adecuada y válida para el uso que de ella habrá de hacer un sacerdote hoy?
No hace mucho, estando en un gran país latino, me cayó en las manos un manual de historia de la filosofía, puesto de texto en un Seminario. Busqué a Kant y hallé media página titulada “Refutación de Kant”; a Hegel sólo se le nombraba. Resulta un poco difícil refutar eficazmente a Kant cuando no se enseña primero lo que Kant ha pensado, y más difícil es todavía refutar a Hegel, cuando sólo se le conoce de nombre; y lo mismo digamos de Marx, que es hijo de Hegel.
Pongamos ahora un caso hipotético, pero es muy posible, y que quizá haya sucedido. Un sacerdote, armado de esta cultura, va a tomar posesión de su parroquia en el pueblo X. Encuentra a un estudiante de último curso de bachiller, estudioso y despejado, que, de su manual y de las explicaciones del profesor, ha aprendido lo indispensable de Kant. El criticismo le ha originado dudas, supongamos, sobre la capacidad de la razón para demostrar la existencia de Dios. Habla con su Párroco. ¿Cómo le responderá si no conoce lo indispensable de Kant? ¿Qué lo que Kant dice es erróneo y que es necesario tener fe? Ciertamente, pero en filosofía se discute y el error y la verdad son la conclusión de una discusión, no una afirmación dogmática, que deja dudas en quien escucha y disminuye (sobre todo en un joven) la autoridad del sacerdote. ¿Y si el joven ha leído a Marx en vez de a Kant?
Los ejemplos se podían centuplicar, pero sería superfluo. El problema es claro, preciso, y perentorio: el sacerdote destinado a luchar en el mundo actual debe tener la preparación adecuada, psicológica, teológica y cultural para comprenderlo; conocimiento de la cultura de ayer, y de la de hoy, viva la primera y viva la segunda, de modo que sepa de la primera lo suficiente para refutar, cuando sea necesario, a la segunda, pero que haya penetrado en esta última lo suficiente para comprenderla. Considérese que no se trata de “cantidad” como si un sacerdote (cuya misión es la de guiar las conciencias, instruir catequísticamente y sobre todo asistir cristianamente a sus fieles) debiera ser enciclopédico (Dios nos libre de los superficiales y aficionados que creen saberlo todo sin saber nada) o emplear su jornada en leer esto o aquello. Más que nada se trata de “mentalidad”, de manera de sentir, es decir, de estar en correspondencia con el propio tiempo, en condición de comunicarse con él, de tener una cultura (la esencial) no según el modo de sentir de otras épocas, sino según la mentalidad, el tono y el clima de lanuestra.
Corazón cristiano (caridad) e intelecto cultivado (verdad) deber ser la divisa del sacerdote en el mundo moderno. Una hermosa cohorte de eclesiásticos ejemplares por el sentido de apostolado y el ejemplo de vida es un fuerte ejército de la Iglesia, pero un nutrido pelotón de sacerdotes que, además de poseer estas virtudes, sea capaz de producir una auténtica cultura católica (no sólo libros para los seminarios), en armonía con nuestros tiempos, original, viva, operante y ante la que deba inclinarse incluso la cultura seglar, no es una fuerza indiferente, más bien es una unidad de primera línea, una fuerza de choque de gran valor, aunque el ariete que rompe y destroza las últimas resistencias sea siempre la caridad.