Érase una vez una niña que se hizo mayor, y ya no vomitaba ni le faltaba el aire, pero se le comía la ansiedad; la intentaba callar tragando Boca-Bits, bebiendo Schweppes de limón, leyendo novelas históricas (para consolarse de que otros estuvieron peor) y saliendo a correr por la huerta mientras caía el sol.
Érase una vez una chica, una ansiedad y una cuarentena (así, todo junto y revuelto). Intentaba callar su ansia comiendo tostadas de mermelada de fresa y mousse de chocolate, haciendo tartas y bebiendo vino blanco; leyendo novelas rosas y negras, devorando algunas de las series pendientes de un canal de pago (porque la misma ansiedad, un tiempo atrás, no le dejaba concentrarse) y llorando a mares sin saber bien por qué. A falta de huerta, salía a dar vueltas a su terraza mientras escuchaba a Bob Dylan. Y la culpa otra vez. La maldita culpa.Lo sabía bien: la ansiedad se callaba, o se intentaba; se controlaba. No se curaba, porque no era una enfermedad. Según el ambiente -los factores que la rodeaban- aumentaba o disminuía.
Érase una vez una chica que vivía en una sociedad generadora de ansiedad, y donde una alta cantidad de su población era ansiosa; y, sin embargo, esa sociedad se empeñaba en marcar unos ideales que para ella no lo eran. Y unos patrones de personalidad y de conducta que, desde que era pequeña, le habían dicho que eran los esperables, y si no los cumplía algo estaba mal. La misma sociedad que decía “anímate” ante una depresión, y “relájate” ante un episodio ansioso.
Érase una vez una chica que, después de correr por su terraza, mientras se daba un baño a lo Julia Roberts en Pretty Woman y se comía unas nubes de golosinas (sí, esas que se quedan en el fondo del paquete porque nadie las quiere), decidió que había llegado el momento de hacer lo que quisiera y no lo que se esperaba de ella; no por rebeldía, sino para dejar de temblar y tener miedo. Porque en su pequeño mundo los seres humanos no estaban programados para ser y sentir igual, porque no eran clones (¡y menos mal!): uno podía gestionar su conflicto en dos meses y otro en un año, y sería igualmente válido y sin juicios.
Y colorín colorado este cuento aún no ha acabado...
*Ampliación de la columna que se publicó el 19/04/2020 en la edición digital de La Vanguardia | Comunidad Valenciana (aquí).