Solo tiene que levantarse el que se ha hundido en el barro, el que parece haberlo perdido todo, el que se mira al espejo siendo incapaz de reconocerse, el que nunca consideró que él podría verse en situación semejante. Nada degradante debiera haber en el fracaso salvo la percepción de un yo herido dispuesto a lastimarse. Y a lastimar. El cine nos educó en la épica del perdedor pero nunca nos contó cómo sobrevivir a la rutina, a la desidia y al exilio emocional. Nunca nos preparó para soportar el fracaso vital, para abandonar ese puto laberinto en el que nada parece ser lo que realmente es, en el que nos perdemos una y otra vez, confundiendo prioridades, dañando a los que más queremos, convirtiéndonos en sombras grotescas de lo que creímos ser.