Esta foto de Corralejo es cortesía de TripAdvisor
A la hora de cenar conocimos al capitán. Cuarenta años, moreno, alto, sonriente...
Es un sueño, pensé, me verá y buscará un asiento lejos de mí. Compartirá mesa con esas lobas marinas bronceadas y ninfómanas y no volveré a verlo nunca más. Qué cosa tan triste es enamorarse sin esperanza.
Se acercó a la mesa de las chicas. Algunas ya se retorcían en torno a él como una serpiente en una rama. Las dejó con su oficial y levantó la vista.
Me vió. Yo había decidido sacar del armario de mi madre su mejor vestido y ponérmelo. Ella ya no lo usaba. me quedaba divino, como un guante, como las alas a un ángel. Era de pedrería y azabache, muy escotado.
Se sentó a mi lado pidiéndome permiso con una sonrisa desarmante, con una mirada atenta, con...
Cenamos solos, quizá debido a las plegarias que recé entre dientes en una escapada al servicio.
“que no se siente nadie más, ¡por dios!”
aquella noche, Corralejo casi se me muere de celos. Él me había convertido en alguien distinto. Me alegré de haberme depilado el pecho y los brazos. Al armario de mi madre sólo volvió el vestido.