Miedo

Por Danielruizgarc

De todos los regalos que me llegan a la empresa por Navidad, el que más aprecio es una caja de tres botellas de vino que manda un cliente al que prácticamente no conozco. Ni siquiera es un cliente, es alguien al que en otro tiempo le hice algunos trabajos. Alguien poderoso, con el que nunca llegué a cruzar palabra, al que realicé algunos trabajos bastante burocráticos y grises. Pero mi nombre debió quedar ahí, en las bases de datos del Departamento de Administración de su empresa, y la incompetencia profesional me ha permitido mantenerme en ella, agazapado entre las líneas de una tabla de Excell de clientes y proveedores que imagino inmensa, y recibir cada Navidad la correspondiente caja de vinos acompañada de un aséptico christmas firmado por el presidente de la empresa, el cliente a quien probablemente haya hecho el trabajo más gris, insulso y plano de toda mi vida.

No me importa la felicidad ni el éxito de ese cliente. Si dejara de existir ni siquiera creo que lo lamentara. Pero anoche brindé por él al llegar a casa. Anoche me emborraché con su vino. Este año la tabla de Excell con la que preparan las bases de datos de los regalos navideños ha debido desbarajustarse, porque en esta ocasión me ha llegado un rioja de mayor calidad, Reserva del 2006, también tres botellas.

Anoche, sí, me emborraché, y brindé por mi cliente desconocido, pero no estaba alegre. Sólo quería borrar de mi cabeza la soledad, la sensación de miedo, el sentimiento de habitar una piel extraña, un cuerpo que no debía estar allí, sino en el Hospital, junto a mi hijo.

Todavía recuerdo sus gritos por el dolor en el costado, la forma de levantarlo de la cama y sentir una masa pesada y blanda, pero sobre todo caliente. El viaje nocturno al Hospital, con el sonido del acordeón empotrado en su pecho resonando entre baches. El llanto sincero, tan distinto de ese otro que sólo persigue satisfacer los caprichos. Recuerdo su mirada de pavor al saber que la extracción de sangre era inminente, el modo en que observaba el tubo de plástico implantado con esparadrapo en su brazo, su insistencia en volver a casa, sólo quebrada por su fiebre de 40 y su cansancio. La sala de espera de pediatría en la madrugada, donde sólo estamos él y yo: él despatarrado, durmiendo a duras penas, frunciendo continuamente el rostro, devorado por un dolor que desconoce, que desconozco, al que necesito poner nombre; yo observando con atención sus gestos, resoplando e incluso dándome pellizcos para evitar los recreos de mi mente por conjeturas innombrables. A las 3 de la mañana lo pasan a observación, se quedará aquí toda la noche, pero estaremos juntos. La analítica no revela nada, pero la fiebre sigue siendo alta, y está el dolor en el costado. No duermo, permanezco a su lado, vigilando la fiebre, aferrado a su pequeña mano de dedos diminutos y perfectos, controlando su respiración agitada, como atravesada por clavos.

El día siguiente no es mejor. Siguen haciendo pruebas, pero no dan con la tecla. La segunda radiografía no revela nada, pero tampoco la ecografía del costado. La fiebre sigue arriba, roza otra vez el pico de los 40. Me siento indefenso, miro a Espe y compruebo que ella también lo está. Apenas pensamos en su hermana Alicia, a la que hemos dejado en casa de la abuela. Sólo queremos que se acabe el dolor, que termine la fiebre. Sólo queremos recuperar nuestra estructura de edificio capaz de dar un cobijo sólido a nuestro hijo. Sólo queremos dejar de parecer niños, tener respuestas, seguridad, que la voz no tiemble.

Vuelvo a casa por la noche. La casa está fría y sola, pero tengo demasiado sueño para pensar. Ceno algo rápido y me acuesto. La noche pasa volando, aunque antes de perder la conciencia todavía tengo ocasión de intercambiar con Espe media docena de mensajes de móvil. La fiebre sigue arriba, el dolor en el costado también.

Pero al día siguiente todo cambia. Es a media mañana, yo estoy en el trabajo. El nuevo médico dice que la radiografía no lo revela, pero que está convencido de que se trata de neumonía. Le hace un análisis de orina y allí aparece el neumococo. Bingo. A partir de ahí, antibióticos.

Salgo del trabajo, le llevo al Hospital un cómic de Spiderman contra el Duende Verde. Está irritable, cansado, dolorido: lleva tres días sin dormir bien. Me pide que le lea el cómic, pero al instante desiste. Tiene fatiga, apenas come. Sólo quiere ver Clan TV. Me da la mano, le digo tranquilo, tranquilo, el antibiótico ya va a empezar a hacer efecto, te va a doler menos. Pero tarda demasiado. Por eso la tarde es correosa, incómoda, trufada de llantos, resoplidos, cambios de postura, sofoco.

Los abuelos vienen, la tía Berta viene, intentan ayudar, transmitirle alivio. Pero el pobre está cansado, irritado, no quiere estar allí. Habla por el móvil con su hermana, con su primo, desea volver a la rutina, acabar con ese dolor y con los sueros intravenosos, que han dejado de tener gracia.

A media tarde, sin embargo, cuando se va el sol, se amodorra. La fiebre ha empezado a bajar, algo esperable a partir del tercer chute de antibióticos. Y desde las ocho se queda dormido. De vez en cuando se despierta quejándose, pero vuelve a dormir. Por fin descansa, y Espe y yo lo miramos con alivio. Respira bien, tiene diagnóstico y parece certero, se recuperará pronto.

Espe hará la segunda noche en el Hospital, me dice que tengo que trabajar al día siguiente y que si me quedo no aguantaré en la oficina. Yo me callo, pero lo pienso: pero es que no quiero volver. No quiero estar en casa sabiendo que él está aquí.

Porque la casa está fría. Porque hay demasiado silencio, y el pasillo tiene eco. El niño, en el Hospital, sigue durmiendo, así que Espe va a aprovechar para echar una cabezada sobre el sofá. En la cocina intento comer algo, y veo la caja de vinos de mi cliente desconocido. Saco una botella, decido emborracharme. Vuelvo al salón con la botella. En la tele todo es un festival de promoción navideña. Anuncios de juguetes, sonrisas de niños, adelanto de las galas especiales de Fin de Año con baño de champán y lentejuelas, declaraciones del nuevo ministro de Economía en las que habla de recesión sin hablar de recesión. Imágenes que se pasean por mis ojos como si estuvieran muy lejos, como se observan las luces de la ciudad nocturna desde una colina. Porque yo no estoy allí, porque en realidad estoy a los pies de la cama del Hospital, tocándole los pequeños y perfectos dedos a Pablo. Por eso bebo, me emborracho, e incluso brindo por mi cliente desconocido. No estoy contento, si acaso tranquilo, porque el dolor se acabará pronto. No bebo por felicidad, sólo necesito borrar de mi cuerpo este frío, la sensación de miedo, el sentimiento de habitar una piel que no debería estar acariciando este vino.