Artículo de Anita Botwin, Diario Público, 17 de septiembre de 2018
Mi primer contacto con la discapacidad fue muchos años antes de tenerla yo. Corrían los 90 en un colegio de un lugar de la Mancha de cuyo nombre no consigo acordarme.Tenía 9 años y venía de la capital del reino. Por motivos laborales de mi madre terminamos en un colegio muy lejano y ajeno a lo que había vivido hasta entonces. La escuela contaba con un área de educación especial en un proyecto de integración en la que convivían niños y niñas de distintas poblaciones cercanas y con distintas discapacidades y enfermedades. O eso era al menos lo que aparecía sobre el papel.Recuerdo que para mí ese periodo fue un momento que, aunque ahora me cueste reconocer, me quitaba bastante el sueño. Los pequeños con discapacidad que habitaban ese espacio con los que éramos “normales” se cruzaban en las escaleras de acceso al centro. Yo accedía al colegio atemorizada y no estoy exagerando, aunque siempre hay algo de exageración o idealización en los recuerdos y la desmemoria.Las patologías que tenía el alumnado marginado en su propia aula de educación especial dentro de un colegio de “normales” con los que sólo compartían el acceso, eran tan diversas como lo es el cajón de sastre que habitamos los raros de la discapacidad. Pero sí recuerdo que recibían nombres dignos de ciencia ficción: niño lobo o mono, cabeza gigante, monstruito…Según iba avanzando el calendario escolar, el miedo inicial fue mutando en una especie de caridad judeocristiana acompañada de tristeza y remordimientos por el terror inicial. En alguno de los pasillos o de las mesas compartidas con otros pupilos, había escuchado que uno de los niños raros moriría pronto, porque le estallaría la cabeza. La educación judeocristiana había actuado a la perfección: primero temiendo lo desconocido y después culpabilizándome por haberlo temido. Llegados a este punto, me pregunto qué pensaba entonces nuestro profesorado, si en algún momento se preguntaron qué podía pasar por nuestras mentes pre adolescentes, pero aún infantiles. Probablemente nos soltarían alguna de esas charlas típicas de concienciación, aunque no lo recuerde. Probablemente no sea esa la manera de educar en diversidad. Probablemente no ocurrió nada o el mensaje recibido por el alumnado no fuera tan fuerte o impactante como el miedo que nos habitaba. Miedo a lo diferente, a lo raro, a lo escondido en un aula de pseudo integración; en la que me consta, años después, una de las profesoras hizo todo lo posible para incluir a estos niños en aulas con el resto.El otro día vi la película Campeones de Javier Fesser, elegida por la Academia de Cine para representarnos en los Óscar. A pesar de que el tono es bastante light y cae en lugares comunes demasiado trillados en el mundo de la diversidad funcional, con algún que otro deje machista, no podemos quitarle mérito a un film que acerca la discapacidad a una población que generalmente desconoce de qué se trata, a no ser que le toque de cerca. Esta película debería ser de obligado visionado en las aulas. Ojalá cuando yo iba al colegio y tenía tan cerca realidades similares a las de la película hubiera un Fesser que fuera éxito de taquilla enseñándonos un poco más sobre un mundo tan desconocido y estigmatizado. Pero aún mejor si cabe, ojalá se normalizara la diversidad en las aulas, mezclando diferentes necesidades en las que chavales de toda condición intercambiaran experiencias desde tan pequeños, antes de que la sociedad les haya contaminado con prejuicios y miedos. Porque si algo me gustó de la película de Fesser es la capacidad de mostrar cómo personas con discapacidad pueden ayudar a otras que aparentemente presumen de normalidad e incluso perfección.Después de los años supe de algunas de las enfermedades que acompañaban a esos niños que tanto me asustaban en el colegio. El de la trasqueostomía tenía la enfermedad de Ondine; el niño lobo padecía síndrome de Hunter; el niño que iba en silla de ruedas y gritaba tenía paraplejía; otro de ellos tenía síndrome de down… En general, muchos de ellos tenían enfermedades raras, algunas de ellas hereditarias, y en ocasiones fruto de relaciones entre mismos miembros de la familia.Tras muchos años transcurridos ahora imagino el terror que debieron sentir ellos por culpa de nuestra ignorancia. Espero que paso a paso seamos capaces de construir una sociedad donde los niños no sientan miedo unos de otros, se normalice la diferencia y se enriquezcan todos en la diversidad. Antes al menos de que la sociedad les corrompa, dejen a los niños tranquilos.