Desde pequeña he tenido que lidiar con la enfermedad. Con 4 años me apareció, de pronto, un síndrome nefrótico y pasé los siguientes años con constantes recaídas, ingresos... Todos mis recuerdos de la infancia son en un hospital o tirada en un sofá. Según mis padres me visitó un psicólogo en uno de mis ingresos y dijo que yo estaba bien, que era una niña muy madura (algo muy común en niños que pasan mucho tiempo ingresados y rodeados de adultos) pero que eso no suponía ningún problema.
Desde mi perspectiva actual, creo que eso me marcó y mucho. Siempre ha valorado la salud por encima de muchas cosas quizá porque, por desgracia, no es uno de los dones que Dios me dió y aunque de aquello no volví a recaer, después he tenido (y tengo) múltiples achaques. Muchas veces pienso que parte de ellos pueden deberse a toda la medicación que recibí en esos años en los que mi cuerpo estaba en desarrollo; de hecho, tomé una medicación que me impidió el crecimiento durante un año y alguna que otra cosa que estaba casi en vías de experimentación. ¿Quién sabe?. Ya de adolescente me hicieron algunas pruebas para comprobar hasta dónde podía haberme dañado según qué tratamientos y aunque los resultados fueron buenos, siempre he tenido ahí esa cosilla.
Lo mismo da, el resultado es el mismo. Me preocupa la salud y me preocupa mucho.
A pesar de ser la típica persona que cojo cualquier virus que pase a mi lado, no me he considerado nunca blanda para la enfermedad y creo que tengo bastante aguante. ¡Debo estar curtida!.
Cuando se me complicó el asma durante el embarazo me costó mucho creerlo. Hasta que no me vi en urgencias con los chutes de Urbasón que no hacían el efecto que debían no me di cuenta de que la cosa iba en serio. Tengo que dar gracias a todas mis hormonas por ayudarme a llevarlo mejor porque estoy segura de que si eso me hubiera pasado ahora me hubiera deprimido muchísimo.
Lo que me queda de aquello, por primera vez en mi vida, es mucho miedo a la enfermedad. El verano pasado desarrollé la psicosis, por la gripe A y en general por cualquier virus que pudiera afectarme. Ha pasado un año y aunque me he relajado, el miedo sigue ahí.
Cuando nació el bebito tardé meses en salir a la calle más relajada pero me sigue poniendo enferma estar cerca de una persona que estornuda o que tose. No digamos ya de algún niño de estos con la típica tos infantil súper cogida, ¡me entran los siete males!.
No lo puedo remediar. No quiero ver a mi hijo enfermo. Ni quiero estarlo yo. Es tontería, el niño se pondrá enfermo como todos y yo también. Pero muchas veces pienso que llevarlo a la guardería será llevarlo a un reservorio de virus, llevarlo a que se ponga malo. Y con él, supongo que yo también.
En fin, ya estoy practicando nuevamente la angustia anticipatoria. Me pongo a pensar y no paro. Menos mal que yo misma me diagnostico la paranoia mental. El problema es que no se cómo salir de ahí.