Los ciudadanos volverán a ser juzgados por un magistrado que fue condenado por prevaricación, que es dictar resoluciones injustas a sabiendas, tras emplear su poder en un ciego afán justiciero que produce miedo.
Vuelve con potestad de encarcelar esta persona pasional, capaz de remachar mil veces una decisión errónea que cree honrada, aunque las instancias superiores le adviertan de su equivocación.
El Tribunal Supremo lo expulsó de la carrera judicial porque prevaricó al aprovechar la potestad omnímoda del juez en una obsesión divina de enmendar entuertos.
Pero el actual Gobierno lo indultó, y el Poder Judicial le devolvió el miércoles, 8 de mayo, la autoridad para encarcelar.
No se trata de por qué lo sentenciaron. No importa ahora. El caso es que él mismo se definió como vehemente y recalcitrante en su libro “Pasos perdidos”, venganza contra quienes lo habían juzgado, contra el cabildo de jueces estrella al que perteneció, y a favor de grupos cercanos a él, con intereses tan marcados como los de los contrarios, a los que él perseguía.
La Ley del Jurado sería eficaz si los ciudadanos pudieran juzgar a los jueces. Nadie indultaría a quien el pueblo hubiera condenado, para evitar que éste condenara luego al pueblo.
Caer bajo la potestad de jueces apasionados es medio morir, y ahora, de nuevo, un juez llamado Javier Gómez de Liaño, con antecedentes penales, puede encarcelarnos.
Es para tener miedo: de él, del ejemplo y de la justicia.