Miedo y deseo

Por Gaysenace
Jesús Mora (Ciudad Real)
Nunca olvidaré aquel año. Siempre hay momentos en la vida que suponen un antes y un después, ese año fue uno de ellos. He sido maestro de escuela, esa fue mi vida dicho en sentido literal, a ello dedicaba casi la totalidad de mi tiempo. Sin un hogar al que acudir y unos hijos a los que atender, la escuela cubría sobradamente mi vida. Digo sobradamente y he de reconocer que no era así, esa afirmación ha sido un reflejo de la actitud que mantuve durante muchos años: intentar tapar una realidad a base de trabajo, cubrir con una labor que me satisfacía una insatisfacción permanente, algo que yo sentía y negaba a la vez, no era yo el yo que intentaba presentar a los demás, ni el yo que me empeñaba en hacerme creer a mí mismo.
Me gustaba mi trabajo y durante los años que llevaba destinado en aquel colegio había visto reconocido mi esfuerzo. Me sentía apreciado. Es gratificante ese sentimiento. No me importaban las horas que echaba allí. Podría decir que el colegio era mi segunda casa. Casi mentiría, de alguna manera se había convertido en la primera. Era el primero que llegaba a él y el último que se iba, las horas pasaban sin sentir. Me sentía extraño fuera de allí.
Reconocido, apreciado… solo. La soledad no es una simple cuestión cuantitativa, por mucho que fuera valorado por los demás siempre me sentí condenado al aislamiento, un extraño para mí mismo. Un farsante quizá.
Ese curso escolar cambió mi vida. Cuando uno no espera nada diferente, solo aspira a permanecer en sus rutinas, aquellas que le dan seguridad, no espera, no quiere esperar, teme esperar, teme y desea a la vez. No quiere desear, no quiere escuchar su cuerpo, cuando uno se aferra a esa sordera para sobrevivir, los gemidos del cuerpo luchan por hacerse presentes por otro sentido. Siempre, antes después. La primera vez que vi a Marcos se encontraba sentado alrededor de la mesa de juntas, charlando con un grupo de compañeros. Ni siquiera me miró al entrar yo, pasé para él completamente desapercibido. Y quizás él para mí si no hubiera sido porque su risa me dejó atrapado. No hubiera sabido calcular en ese momento su edad. Nunca se me ha dado bien. Pudiera ser que treinta, pudiera ser que algunos menos, pudiera ser que algunos más. Pero, en cualquier caso, mucho menor que yo, que ya sobrepasaba los cuarenta. Esa risa espontánea, absolutamente natural, me rasgó de arriba abajo y rasgó el aire de aquel centro cargado de molicie y simulación. Nunca volvería a ser el mismo. Aquella risa tenía algo de femenina por la naturalidad con la que se expresaba. Los hombres raramente manifiestan sus emociones de esa manera, siempre mucho más rígidos e inexpresivos, difícilmente alguno hubiera gesticulado con sus manos de la misma manera en que las de Marcos dibujaban coreografías en el aire, ni hubieran puesto la calidez casi sensual que él ponía en los tonos de su voz. Quedé definitivamente prendado de él la primera vez que cruzó su mirada con la mía. Fue un instante pero lo suficientemente intenso como para que conmoviera mi ser hasta casi la parada cardiaca.
Y me asusté, me asusté de lo que despertaba en mí, de la ambivalencia en mis sentimientos que a partir de entonces me generaba: miedo y deseo, necesidad de estar cerca y necesidad de huida. Me moví desde entonces en ese antagonismo, rehuir los encuentros con él a solas y buscar su presencia en grupo en el que yo pretendía pasar desapercibido. Pero no era así, su mirada siempre parecía decirme: “estás ahí, ¿por qué te escondes? ¿qué temes?”. Yo enrojecía como un adolescente y él parecía divertirse con ese juego. Toda mi vida me había escondido y a esas alturas de ella no dejaba de ser un torpe pubescente.
Un ridículo cuarentón huyendo de sí mismo, así me sentía yo por aquellos días. Acudía al colegio cada día buscándole con la mirada, él sonreía al verme y me saludaba por mi nombre con un punto de ironía y seducción en la voz, todo lo contrario de la mía que a duras penas lograba articular un saludo medio coherente. Pero no se puede escapar eternamente, con frecuencia, de la manera más tonta es como se va al traste cualquier plan. Un día, al salir del aseo, de la sala de profesores, me lo encontré allí sentado leyendo el periódico. Sin llegar a mirarme una sonrisa se esbozó en su rostro como si hubiera estado aguardando esa situación y se recreara en la turbación que yo sentía. No sé por qué me quedé clavado delante de la puerta del aseo, como si una fuerza me inmovilizara y me impidiera salir de allí. Me senté y quedé como un pasmarote puesto que no de otra forma debí quedar. Hablamos, pero no sabría decir de qué puesto que todo mi ser se concentraba en un par de sensaciones físicas: dejarme mecer por la cadencia de su voz y sentir su presencia. No fui capaz de mirarle a la cara pero todo mi cuerpo era consciente de cada uno de sus gestos, como si los poros de mi piel se abrieran para absorber su imagen y mis sentidos se convirtieran en un radar que delimitara su cuerpo para incorporarlo a mi interior.
No me reconocía o no me atrevía a reconocerme, a ver de frente el resultado de la unión de los pedazos de un yo que durante toda mi vida había intentado mantener dispersos, las teselas de un mosaico que se había reconstruido y que no era capaz de volver a separar.
El golpe maestro fue el día que en el claustro tuvimos que organizar la excursión de los mayores. Esa había sido mi tradición desde que llegué al centro, tradición en la que yo ponía tanto empeño como desidia el resto de compañeros y compañeras. Llegado ese momento era el de los silencios, las sonrisas cargadas de sarcasmo y la tensión para mí. Unos años alguien se había visto forzado de una u otra manera a acompañarme, otros, frustrado en el intento, me había lanzado a ir yo solo a la aventura. Así había sido durante los últimos cursos y así esperaba que fuera en este. Mi sorpresa fue cuando llegado el momento de solicitar voluntarios, una persona levantó rápidamente la mano para ofrecerse. Se trataba de Marcos. Mi corazón me dio un vuelco. Desde aquel momento me abandoné a las ensoñaciones. No me reconocía a mí mismo perdido en ese laberinto de sueños prohibidos que nunca me había atrevido si quiera a insinuar. Era otro yo el que se removía como un torbellino dentro de mí al margen de la fachada que podía mostrar, un yo que contemplaba con temor y alborozo, con aprovechado placer y remordimientos posteriores.
Por fin llegó el momento de emprender el viaje, nos esperaban unos días en la playa. Fui perdiendo vergüenza aunque nunca dejó de dar la impresión de que las edades se invertían, yo un adolescente, él el hombre maduro. Es justo reconocer que en esa pérdida de retraimiento jugaron un papel muy importante los chicos, su naturalidad ayudó a generar confianza entre los dos, especialmente, hay que decirlo, a que yo fuera olvidando la turbación que me producía y me fuera abandonando al placer de su compañía, al simple hecho de saberle allí cercano a mí, al alcance de mi mano, mano que nunca se alargaba hacia él, y a disposición de mis ojos, ojos que no cesaban de recrearse en él. No obstante, no dejaba de acostarme cada noche con sentimiento de culpa por mi flaqueza, por esa sensación de pecado que difícilmente te abandona por muy lejos que te sientas de esa creencia.
Uno de los días teníamos planificado un pequeño viaje a alta mar con el principal objetivo de observar cetáceos. Ese día amaneció nublado y con el mar algo revuelto, lo que no impidió que nos embarcáramos. El avistamiento no se dio muy bien lo que nos obligó a adentrarnos en el mar algo más de lo previsto, conforme lo hacíamos las olas se iban encrespando, el viento iba arreciando y la temperatura descendiendo. Mientras íbamos y veníamos a la busca de delfines y ballenas la muchachada empezaba a protegerse del desagradable y frío temporal y de la mar picada en la que nos veíamos envueltos. Las toallas de baño comenzaron a hacer uso de mantas y así hicimos Marcos y yo. Estábamos sentados juntos y él cubrió, sin preguntarme, nuestros cuerpos con una toalla enorme que llevaba. El barco seguía a la búsqueda y nosotros nos manteníamos a la espera, aunque a partir del momento en el que los dos nos encontramos bajo una misma cubierta todo mi ser pasó a concentrarse en una única sensación, el contacto de la piel desnuda de nuestras piernas dejada al descubierto por los bañadores que llevábamos. Desde el primer golpe de impresión que tuve al sentir el contacto de su pierna izquierda con mi derecha, no pude, ni quise, retirarla ni un milímetro. En silencio navegábamos y yo únicamente me encontraba pendiente del calor que su cuerpo desprendía, del suave cosquilleo que los pelos de sus pierna producía en la mía. Molesto por la fría sensación que el aire producía en nosotros, Marcos escondió sus brazos bajo la toalla. Todo a mi alrededor se apagó cuando sentí que posaba su mano izquierda sobre mi muslo, todo dejaba de existir salvo aquello. Su mano, mi pierna, su respiración, la mía, el silencio cómplice que nos unía. Al rato, sin que se percibiera movimiento alguno, deslizó su mano entre mis piernas por la amplia abertura que dejaba mi bañador. Acaricio el interior de mi muslo y buscó mi verga que creció rápidamente en su mano. No moví ni un solo músculo de mi cara mientras me masturbaba. El morbo de la situación la hacía más excitante, aumentaba mi placer, el placer de lo prohibido, el placer de la trasgresión, del pecado en el que necesitaba creer para acrecentar mi gozo al cometerlo. Solo existía el movimiento de su mano alrededor de mi pene, la satisfacción creciente acercándose poco a poco al clímax. Ese momento culminante que temía, pero del que me sentía incapaz de detener la escalada. No, no, no. Sí. En el momento del orgasmo sentí cómo mi semen inundaba su mano y cómo ésta se movía alrededor de mi glande para recoger cada gota. Me fue casi imposible controlar las sacudidas de mi tronco mientras sentía el roce de su mano sobre la cabeza de mi pene en esos momentos de éxtasis. Desmadejado contemplé cómo retiró su mano de aquel escondite y, disimuladamente, lamió hasta la última gota de la espesa leche que había quedado en su mano.
No volvimos a hablar nada en todo el trayecto. Los cetáceos que al final vimos, habían perdido todo interés para mí. No hablamos nada ni durante la comida que hicimos con unos bocadillos sentados sobre la arena de la playa, ni durante el resto de la tarde que pasamos allí. En mi cabeza, una y otra vez se repetían las convulsiones de aquel momento terrorífico y feliz a la vez. No hablamos nada durante la vuelta en autobús hasta la Residencia, sentado cada uno en un extremo del mismo.
¿Qué había ocurrido? ¿Por qué? ¿Qué había sentido de verdad? ¿Qué me decía aquello? Qué confuso maremágnum de sentimientos de atracción y de huida. ¿Dónde estaba? ¿Quién había sido? ¿Quién era de verdad? En la Residencia todo parecía permanecer igual pero todo era distinto. Era un autómata el que se comportaba como el profesor que no era mientras mi verdadero yo no cesaba de recrear lo ocurrido. ¿Me lo notarían ellos? ¿Sabrían que no era el mismo? ¿Habría habido algún indicio que me descubriera?
Me encontraba en mi habitación lamiéndome las heridas cuando la puerta se abrió levemente y la cabeza de Marcos se asomó por ella.
- ¿Puedo pasar?
- Sí claro.
Marcos pasó y cerró la puerta tras él. Nos encontramos frente a frente, de pie, yo absorto ante él, sin saber qué decir ni qué hacer, él pareció querer decir algo y solo surgió un pequeño balbuceo antes de coger mi cabeza entre sus manos y acercársela a la suya para besarme. Empecé a no ser yo cuando noté mi lengua danzando con la suya, a mis dientes mordiéndole sus labios y cuando dejé que cogiera mi mano, la depositara sobre el bulto de su sexo y esta lo buscara como si siempre hubiera sido suyo. No parecían mis manos las que quisieron despojarlo de sus pantalones ni parecía yo el que se arrodilló ante él y se abalanzó sobre su pene. Ni debí de ser yo el que quedó petrificado con su verga en mi boca al oír abrir la puerta de la habitación y escuchar el grito de una niña. No debía de ser yo sino que todo debía de tratarse de una pesadilla, una fantasmagoría más en la que yo solo representaba el papel que tantas veces había soñado y olvidado, el que había permanecido agazapado en mí por los siglos de los siglos. No debía de ser yo al que de repente le bajó la temperatura hasta temblar, el que se sentó sobre la cama, el que le vio marcharse a él sin decir una palabra, el que oyó un alboroto infantil en el exterior. No debía de ser yo porque yo era solo un espectador que contemplaba desde fuera ese derrumbar de un mundo, de una vida, el espectador que se fijaba en ese yo patético y ridículo que solo, en ese momento, deseaba llorar y no podía.
Pareció generarse un vacío a mi alrededor, sentía el silencio hacerse a mi paso, escuchaba extraños sonidos de conversación como si me encontrara debajo del agua, formando parte de un mundo que no era el mío, dos realidades que se superponían sin llegar a mezclarse. No necesité para comprender explicación alguna cuando al día siguiente vi llegar un pequeño grupo de padres para llevarse consigo a sus hijos, ni hubiera necesitado las recriminaciones que se podían haber ahorrado porque ya las imaginaba yo palabra por palabra, así como los calificativos que habían retumbado en mi cabeza durante toda la noche. Ni mucho menos me sorprendió la llamada del director de mi colegio anunciándome el escándalo que había estallado en el pueblo y con el que me encontraría a mi vuelta y que me urgía a arreglar las cosas como fuera para suspender los días que faltaban y volver allí.
Con qué facilidad aquellos que te ensalzan al día siguiente te vituperan, el héroe pasa a ser villano, con qué facilidad se dilapida toda la renta de una vida edificada sobre la arena y arrastrada por la primera ola que pasa. Me tuve que acostumbrar a las burlas gritadas a mi paso por cualquier voz anónima, a los insultos escritos en la pizarra, a que me retiraran la palabra, a que la gente mirara hacia otro lado a mi paso. La misma España que puede ser acogedora es la que resulta extremadamente cruel, la que un día recarga tu autoestima es la que mañana te deja indefenso. En los pueblos de esa España uno no puede vivir sin etiqueta y esa etiqueta puede llegar a aplastarte como una losa. Marcos no volvió al curso siguiente y nunca supe más de él. Yo aguanté unos años más hasta que pude escapar hacia otro lugar en el que nadie me conociera, donde pudiera vivir sin una etiqueta permanentemente colgando de mí, donde pudiera pasar desapercibido, donde la diferencia no se convirtiera en una navaja afilada hundiéndose cada vez más en mi cuello.
De todo esto hace ya casi veinte años, las heridas que se van cerrando nunca dejan de doler pero cesan de sangrar. No me arrepiento de aquello, de ninguna manera. No seríamos este presente sin nuestro pasado. Me siento razonablemente contento con el presente y ello me ha permitido hacer las paces con mi pasado. Quizás sea necesario haberse perdido para poderse encontrar uno, sentir los temores del extravío y la desorientación de la encrucijada. Ese año fue para mí la encrucijada y pienso que fue todo el tiempo anterior cuando anduve perdido, un tiempo en el que no vivía, sino que huía. Fue él quien me hizo toparme de bruces con mi verdadero ser, aunque sintiera el vértigo del abismo, el daño de la caída y la angustia de la soledad, aunque todos esos años supusieran para mí un calvario. Hoy estoy aquí, me reconozco, al menos me reconozco. No se ha ido la soledad, como a cualquier persona, ni se me han ido los accesos de miedo al mañana, como a cualquier otro, pero sí sé que soy yo el que se enfrenta a esa soledad y a ese miedo, no el farsante con el que me disfracé durante años. Fue entonces cuando maduré, cuando me hice adulto, cuando ya llevaba más de media vida vivida. Hoy me siento dolorido pero reconciliado con mi pasado, en calma con mi presente e ilusionado con ese futuro que, afortunadamente, ya no podrá ser igual y que seguramente yo no viviré pero que podrá disfrutar otra persona como yo: un marica, ni más ni menos.