Cuando Miguel Hernández escribió: “porque donde unas cuencas vacías amanezcan ella (la libertad) pondrá dos piedras de futura mirada...” no lo hizo de forma retórica ni pensando en un futuro remoto, lo hizo en una cárcel franquista, enfermo de tuberculosis y esperando la muerte. Una muerte que sabía inminente y que no podría ser buena habiendo pertenecido al bando de los perdedores. En su caso no se cumplía la distinción orteguiana: “Vida es una cosa, poesía es otra... No las mezclemos”. Podemos imaginar al poeta pensando en su mujer y su hijo pequeño, a los que adoraba; en la libertad que no recuperaría; en el aire y la luz de su Orihuela natal sin las cuales había enfermado sin remisión. Treinta y un años es una edad demasiado temprana para resignarse a morir y mucho más cuando se está enamorado y se es un vitalista empedernido como lo era él. Aún así Miguel fue capaz de escribir esos versos, de confiar en el futuro, no en su futuro personal, respecto al que no albergaba muchas esperanzas, en el futuro de otras generaciones, quizá la de su hijo, en el de la humanidad.
Hay algo conmovedor en las ideas de libertad y de revolución de Miguel Hernández, una dramática fe en la posibilidad de superación del género humano que trasciende la política convencional. Hay también valentía, entereza e integridad en la defensa de unos valores hasta el final. Esa cuestión es clave para entender al personaje. Los valores son un elemento de conexión entre el autor, su obra y sus ideas políticas. Lástima que la izquierda tradicional española, a la que perteneció Miguel, nunca haya sabido reivindicar los valores. La izquierda siempre se ha sentido más cómoda en el terreno de las ideas y en el de la acción, manifestando el mismo pudor para hablar de ética y moralidad que las beatas para hablar de sexo. Sin embargo el auténtico frente de batalla en el que militó el poeta fue el de las ideas encarnadas en valores personales asumidos hasta sus últimas consecuencias. Sin esa conexión la política degenera fácilmente en propaganda, adoctrinamiento y manipulación.
Josefina Manresa, su mujer, decía en una entrevista que nunca escribía en casa, que siempre lo hacía en el campo o en la sierra. Era pastor –el oficio de los dioses paganos y los héroes bíblicos, le diría en un carta Miguel a Juan Ramón-, acostumbrado a las soledades y al contacto íntimo con la naturaleza. Su poesía está plagada de imágenes animales y vegetales, pero sobre todo telúricas: de tierra, polvo y piedras; fenómenos atmosféricos; y también huesos, que son la parte más recóndita y mineral de los seres humanos.
De haber nacido junto al Misisipi no se habría encarnado en un tahúr ni en un terrateniente, habría trabajado de sol a sol y cantaría blues y espirituales negros. La estructura de su cráneo tenía algo que recuerda a esa raza. Aunque hubiera sido analfabeto resulta fácil imaginarlo inventado letrillas para acompañar las monótonas tareas del campo o para cantar por las noches en el barracón acompañado por la armónica. Habría muerto a tiros encabezando una rebelión antiesclavista, dejando tras de sí a un montón de amigos y familiares doloridos y agradecidos.
Miguel no fue un revolucionario desarraigado o desclasado como tantos otros. Miguel era pobre y era de pueblo. Con su comportamiento nos descubre el sentido auténtico de la nobleza, el que nace de la dignidad mantenida más allá del dolor y del castigo, no la que se adquiere por nacimiento junto a un cortijo y un escudo de armas. Esa nobleza es una herencia para todos los seres humanos.
Su poesía es honda a fuerza de sencillez y de honestidad. Miguel es capaz de llegar al alma de las cosas elementales: una piedra, una rama, un latido y ofrecérnoslas a sus lectores. Hay algo Zen en su comunión con la naturaleza. No trata de sublimarla, sino de profundizar en ella que es como hacerlo sobre sí mismo “Un beso viene rodando desde el principio de los tiempos hasta mi boca…”. “He prolongado el eco de la sangre a que respondo….”. Como Whitman hizo en su “canto a mi mismo” celebra al hombre como buen producto de la naturaleza, solo que Miguel era más modesto. Cuando en una ocasión le ofrecieron la posibilidad de elegir un cargo u oficio con el que poder mantenerse en Madrid por mediación de un vizconde amigo de Pablo Neruda, Miguel, después de pensarlo durante toda la tarde, respondió si sería posible disponer de un rebaño de cabras a las que pastorear en los alrededores de Madrid. Miguel no fue un costumbrista, ni un folclorista, ni un poeta de salón, fue un hombre del pueblo que escribía maravillosamente poesía, primero en el campo, después en las trincheras y finalmente en la cárcel.
También la amistad, esa forma que adquiere el amor entre los hombres, está muy presente en la vida y en la obra del poeta, y el tremendo dolor por su pérdida. El llanto por Ignacio Sanchez Megías de García Loca es una obra de precisión, una sinfonía perfecta, pero la elegía a Ramón Sijé es un canto desgarrado y desgarrador que a todos nos conmueve. Ahí están de nuevo la tierra, en este caso la de la sepultura: “Quiero escarbar la tierra con los dientes, quiero apartar la tierra parte a parte, a dentelladas secas y calientes...”, y su rabia, desatada como los elementos de la naturaleza: “En mis manos levanto una tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes, sedienta de catástrofe y hambrienta…”
Si la amistad fue un elemento exaltado por muchos de sus compañeros de generación, hay otro rasgo que es más característico de Miguel: su virilidad. Es un hombre quien nos habla de su mujer, de su amor “He poblado tu vientre de amor y sementera…”. “Menos tu vientre todo es confuso…”, de su hijo, de la amistad, del dolor, del orgullo, de no doblegarse ante las injusticias. También en este aspecto Miguel Hernández da una lección al afirmar su masculinidad en oposición al machismo imperante. Se puede ser un hombre íntegro, honesto, fuerte, orgulloso y sencillo, sin necesidad de ser violento. No ser machista tampoco implica ser pusilánime, Miguel fue un hombre valiente, pero su valentía no era locura, ni excusa de otra cosa, era la consecuencia natural de un sentido sencillo y profundo de la dignidad. Miguel no huía de nada, fue abiertamente al encuentro de la vida y encontró la muerte.
Alfonso Ramírez de Arellano Espadero.