No puedo evitarlo. Ni siquiera en estos momentos. La primera imagen de Miguel Roa que se me viene a la mente es la de él, en calzoncillos, en su camerino del teatro de la Zarzuela. Había concluido una función en la que él había dirigido la orquesta, como tantas veces, y yo acudí a saludarle y a felicitarle. Me introdujo en el camerino, y me preguntó si no me importaba que charláramos mientras se cambiaba. Imagino, no recuerdo, que tendría prisa.
Sentia una profunda simpatía por Miguel Roa. Era un hombre sabio, enamorado de la música y, creo, enamorado de la vida. Mantenía una mirada infantil -la de aquel niño de San Ildefonso que cantó en una ocasión el gordo de Navidad-, pero parecía estar de vuelta de todo. Pocas cosas le alteraban. Le he visto ensayar dos o tres veces; era firme, seguro, dominador. Su voz quebrada pero tonante se hacía oír con una mezcla de autoridad y amabilidad.
No tuvimos una relación continuada, pero sí coincidí en varias ocasiones con él. Tanto en las entrevistas como en las charlas informales que compartimos, encontré, insisto en el adjetivo, a un hombre sabio, y a un músico enamorado de su profesión, desacomplejado, que encontró en la zarzuela el mejor terreno para su talento. La conocía a las mil maravillas. Y la quería. Escucharle era aprender siempre una lección, además de una experiencia deliciosa por lo que sabía, por lo que recordaba, por su gracejo y su distanciamiento de las cosas. Miguel Roa era un músico de oficio, un pedazo de pan con aspecto de cascarrabias. ¡Un abrazo, maestro!