Mijo, yo sé que eres tú

Publicado el 02 noviembre 2014 por Norelys @norelysmorales

Gerardo Hernández y Carmen Nordelo

Nyliam Vázquez García.― Un día a Carmen comenzaron a borrársele los recuerdos. Fueron tiempos difíciles para la familia y aún más para el hijo que le faltaba a su regazo. Tan lejos, él no podía hacer lo que más ansiaba: llevarla al médico, buscar sus medicinas, acompañarla, velar su sueño… no sé. Peor aún, esa nueva circunstancia le negó, desde unos años antes, la visita de su vieja. Ella ya no pudo cerrar las puertas del hogar en Arroyo Naranjo, La Habana, cruzar el océano, desandar carreteras para llegar a la prisión de máxima seguridad en Victorville, California.
¿Cuánto atormenta el dolor de una madre? ¿Cuánto pesa el sufrimiento de un hijo? Han pasado cinco años desde que Gerardo Hernández Nordelo recibió en prisión la fatal noticia. Su Mamucha no había aguantado. Él no pudo despedirse y todavía a la tumba de Carmen Nordelo le faltan las flores de su hijo y esas palabras que él habrá de decirle allí donde debió estar aquel 2 de noviembre.
Uno puede adivinar la lucha silenciosa de una mujer, de una madre, por no perder la batalla, por no faltarle a su muchacho. Ahora Mirta, la madre de Antonio Guerrero, nos da todos los días una lección de lo que solo pueden hacer ellas. Seguro Carmen se aferró a esa fuerza vital materna para guardar lo más cierto de su vida: sus hijos y él, quien más la necesitaba. Para el libro Retrato de una ausencia, Adriana contó que en momentos en que su suegra no reconocía a nadie, la voz de su niño siempre fue un bálsamo.
 Él le hablaba con toda ternura, quizá le contaba algún chiste y seguro le repetía mil veces que estaba entero, que no se preocupara. La única señal de que ella sabía a quién pertenecía esa voz llegada a través del teléfono era la lágrima caprichosa que le surcaba el rostro. Esa, su forma de decir, ya sin poder hablar: «Mijo, yo sé que eres tú».
¡Cuánto habría dado Carmen por ver a Gerardo libre, junto a la mujer que ama, rodeado de sus sobrinos, en familia! ¡Cuánto habría dado Gerardo por abrazar a su madre aunque fuera una vez más…!
Cualquiera, más allá de argumentos legales, podría entender tal dolor alojado en el pecho. Quizá, también, podría quedar rendido ante la valentía del hijo de Carmen. Cuando a la prisión solo le llegaban malas noticias del deterioro de la salud de su madre, a él le preocupaba la noticia, el momento en que fuera definitivo que ya no pudiera dar el abrazo final. «Quería que fuera Adriana o alguien de su familia quien le contara, y no los guardias de la prisión», recordó Alicia Jrapko hace poco en un diálogo con JR. No quería darles a sus carceleros el gusto de verlo triste o abatido. Ese día, hace cinco años atrás, fue una jornada aparentemente normal en Victorville, pero en el pecho de un prisionero había un motín.
Con el alma deshecha, Gerardo hizo lo impuesto por la rutina de una cárcel sin que nadie supiera que su mundo se movía bajo sus pies, que en La Habana se despedía a Carmen y que su presencia hacía falta en el reparto Alcázar para llorar unidos.
¡Cuánto habrá añorado su hermana Chabela los brazos de ese muchacho, cuánto le habrá apretado el pecho a su Adriana pensar en todos los sentimientos que estaba experimentado su esposo el día de la muerte de su madre…!
Han pasado cinco años y seguramente cada nuevo noviembre se agolpan los recuerdos. Vuelve la ansiedad. Gerardo tiene una deuda. Entre las muchas cosas que tendrá pendiente, está ese diálogo silente e íntimo con su vieja y esas flores germinadas en sus manos que aún le faltan a la tumba de Carmen. Pero para que Gerardo cumpla, para que viva lo que debe vivir, para que no le falte más a su familia, a su esposa, hay que traerlo a casa, hay que seguir en la batalla por el regreso de esos hombres que han pasado 16 años tras rejas que no les corresponden.
Cuando logremos que Gerardo esté aquí, con sus flores para Carmen, tal vez con el rostro surcado de humedad, Cuba entera sabrá que no habrá madres más felices, ni en el cielo ni en la tierra, que las madres de los Cinco, mientras las hojas de los frondosos árboles del camposanto le devuelvan un susurro: «Mijo, yo sé que eres tú».