Y claro que podría haberme relajado un poco y haber tratado Ocho apellidos vascos como lo que es: una peliculilla sin pretensiones más que de constituirse en una sucesión de gags y situaciones para que la gente pase la tarde después de merendar o antes de cenar, a la que no hay que dar más importancia que la de hojear una revista de cotilleos en el sillón de una peluquería de barrio. Una peliculilla sin pretensiones, oigan, respaldada por un potente grupo mediático, promocionada hasta la saciedad, y completada por un absurdo marketing: tazones con los nombres de sus personajes. ¿Quienes se habrán creído que son? ¿Personas que cambian nuestras vidas?
Pues no. Solo voy a salvar los enormes ojos almendrados de su protagonista femenina. Heterosexualidad maldita, oigan.Por tanto, Ocho apellidos vascos termina elevándose como lo que quiere ser: un calculadísimo canto al poder del amor y a la diversidad cultural y lingüistica de ese idílico estado español que es su único, grande y libre mercado.
Se eleva, sí, y luego acaba desplomándose como lo que es: una enorme bosta de mierda. Elegid si hueca, o rellena de más mierda.
apuntes post-edición: gracias a Horacio por la aclaración sobre término: verosímil suena mejor que verídica, claro.
Y puestos a aclarar: por si de lo dicho y redicho no se deduce: la película no vale un pimiento.