Mil millones de moscas

Por Francescbon @francescbon
Los caminos de la mente humana son inescrutables.O sea, si no he perdido un cuarto de hora en mi vida en escuchar un disco de Julio Iglesias, o en leer unas cuantas páginas de Federico Mocchia, ¿por qué, eh, por qué me paro delante del televisor tres cuartos de hora para ver la mitad de una película como Ocho apellidos vascos? ¿es que he depositado alguna esperanza ante la posibilidad de comulgar con los gustos de la gente? ¿a estas alturas? ¿puede suceder que la promoción haya hecho que todo el mundo que ha ido a verla pagando su entrada haya salido decepcionado pero se haya callado esa decepción, y el famoso boca-oreja sea un bluff como una catedral?
No hay respuesta más eficaz que ver la película y dejarse llevar por su inverosímil historia, con amagos de Romeo y Julieta, con todos los ganchos hábilmente dispuestos para que la gente se sienta identificada, desprendiendo ese tufo de buenrollismo impuesto por cuestiones mercantiles. Y cómo se enfoca hablar de un artefacto tan endeble sin apelación a aspectos técnicos impropios de este rincón visceral y resabiado del planeta. Trama sin ningún atisbo de ser verosímil, simpleza argumental que provoca vergüenza ajena, finalfelicismo de cuaderno de deberes veraniego de segundo de primaria. Ah. Y la palabra: lo evitaba, pero no lo he podido impedir. Tópico. Los andaluces, divertidos, simpaticotes, atrevidos pero galantes (y caballerosos: no se abusa de una mujer bebida). Los vascos... obviando el mensaje de que cualquier menor de 30 años se dedica a provocar manifestaciones y a incendiar contenedores como si fuera una asignatura más de su formación escolar, pues a los vascos se les trata con un desprecio absoluto, ridiculizando sus hábitos, su forma de vestir, su rudeza: todo en una caricatura que no comprendo como no ha levantado ampollas, eso sí (posible explicación: si la película tuviera calidad para ser tomada en serio, quizás, pero no, cero), mostrando la exuberancia de los paisajes euskaldunes, en una especie de episodio bastante carente de gusto, como de mostrar mirad los españoles los pedazos de tierras que tenemos sometidos.Lo triste es que estamos amenazados por la firme  posibilidad de Nueve apellidos catalanes, que ejercerá su misma finalidad: burlas, publi-reportaje, puentes de unión, pero con lo cañí venciendo siempre sobre lo rarito, que somos todos los que no nos ceñimos a esquemas y perfiles comunes. Y con ese estúpido concepto de la transversalidad como argamasa unificadora, como máximo común divisor que busca en la uniformidad y en la búsqueda de detalles que nos unen la mejor garantía para acceder al mayor porcentaje posible de la inmensa masa borreguil.
Y claro que podría haberme relajado un poco y haber tratado Ocho apellidos vascos como lo que es: una peliculilla sin pretensiones más que de constituirse en una sucesión de gags y situaciones para que la gente pase la tarde después de merendar o antes de cenar, a la que no hay que dar más importancia que la de hojear una revista de cotilleos en el sillón de una peluquería de barrio. Una peliculilla sin pretensiones, oigan, respaldada por un potente grupo mediático, promocionada hasta la saciedad, y completada por un absurdo marketing: tazones con los nombres de sus personajes. ¿Quienes se habrán creído que son? ¿Personas que cambian nuestras vidas?
Pues no. Solo voy a salvar los enormes ojos almendrados de su protagonista femenina. Heterosexualidad maldita, oigan.Por tanto, Ocho apellidos vascos termina elevándose como lo que quiere ser: un calculadísimo canto al poder del amor y a la diversidad cultural y lingüistica de ese idílico estado español que es su único, grande y libre mercado.
Se eleva, sí, y luego acaba desplomándose como lo que es: una enorme bosta de mierda. Elegid si hueca, o rellena de más mierda.
apuntes post-edición: gracias a Horacio por la aclaración sobre término: verosímil suena mejor que verídica, claro.
Y puestos a aclarar: por si de lo dicho y redicho no se deduce: la película no vale un pimiento.