Todos los domingos la familia iba a visitar al pueblo al solitario abuelo, que normalmente agradecía poco las atenciones y trataba de recluirse lejos, donde solo contaran el vino y él. Aun así, el abuelo siempre llamaba a su lado a su nieto Damián y, tras una escueta charla sobre los valores de la vida y la necesidad de la hombría en los tiempos que le tocaban vivir, le daba un billete de mil pesetas como premio a sus talentos, que para el abuelo eran muchos.
«Nunca le digas nada de esto a tus hermanos, hijo mío, porque son mediocres, son torpes y no quiero que cojan ni un duro de mi dinero. No lo merecen ni una miseria de lo que lo mereces tú. No son ni de lejos como tú. ¿Me entiendes, hijo?».
«Entiendo, abuelo».
Damián entendía perfectamente, como siempre, y jamás se le habría ocurrido contradecir al abuelo. Por eso nunca le dijo que realmente no tenía hermanos ni los había tenido nunca, pero que se había encargado de reclutar entre la juventud local a tres chiquillos que leían y sumaban bastante peor que él. Tras cada visita y ritual de ganancias, Damián los reunía lejos de la pobre mirada del abuelo y de su aún más castigado oído, y repartía entre ellos trescientas pesetas por las que nadie hacía ni una pregunta.
«Seguid pareciendo estúpidos», decía Damián. «Pronto llegará a darme trescientas más».
Texto: Enrique Trenado Pardo