Milán es de colores

Publicado el 15 marzo 2016 por Molinos @molinos1282
Milán es amarillo. El edificio en el que está el apartamento de Bruno es amarillo con contraventanas grises. No me doy cuenta de que es de ese color hasta que vuelvo con el desayuno por la mañana. Llegamos de noche cerrada y tan cansados que ni siquiera levanté la mirada. Camino de vuelta a casa, ¿se puede llamar casa al sitio al que acabas de llegar y en el que solo has pasado 7 horas?, me doy cuenta de que no sé en que piso estamos. ¿El segundo? ¿El tercero? Todos parecen iguales. 
Milán es gris. El color del cielo al levantarme y abrir las contraventanas también grises. En pijama miro por la ventana al parque que hay debajo; gente paseando perros. Pocos corredores. Los milaneses son gente lista. Grises son también los empedrados y muchos de los edificios, los más oficiales, los más aparatosos. La Torre Velasca; ese adefesio que parece construido para formar parte de la escenografía de una distopía catastrófica. Me da miedo. 
Milán es dorado. Como la catedral al atardecer. Gigantesca en la plaza a la que da nombre. Parece un erizo dorado con sus mil pináculos y cresterías, y es muchísimo más bonita de lo que había imaginado. Doradas son las chocolaterías con escaparates llenos de huevos de pascua. Dorada y brillante es la galería de Vittorio Emanuele I y da ganas de bailar. Dorada es la figura de la Virgen que corona la catedral y que al anochecer se ilumina. A nosotros nos parece horterísimo e innecesario, pero por lo visto a los milaneses ese "brilli brilli" les emociona. 
Milán es del color del dinero. Tiendas de lujo extremo llenas de dependientes ociosos especialmente adiestrados para mirar hacia fuera con cara de "nada de lo que hay aquí es para ti". Por supuesto yo voy con mi cara de "nada de lo que hay ahí dentro me gusta" y es cierto. Todo ese lujo extremo me resulta hortera, frío, superficial y carente del más mínimo atractivo. El lujo extremo no tiene alma. 
Milán es rojo. Rojo brillante como las vespas, rojo espeso como el del terciopelo de la Scala y  rojo mate como el ladrillo del castillo Sforzesco y la Iglesia de San Ambrosio. Rojas son las calzas del hombre que besa en el cuadro de Francesco Bayez, frente al que me quedo paralizada minutos y minutos. Me impresiona tanto que no me doy cuenta de las calzas hasta pasado un rato; ando pensando en que es la representación perfecta de un beso de "por fin sé a que sabe tu boca". También es rojo el solomillo de buey con salsa de frutas del bosque y el sillón de casa de Bruno en el que leo por las mañanas cuando me despierto pronto, demasiado pronto. 
Milán es verde. Verde oscuro son los magnolios gigantes que hay casi en cada patio y las hiedras que los recubren. Es verde el parque que veo desde una ventana de la pinacoteca del Castelo Sforzesco. Me he perdido sola por las salas y estoy a punto de llegar al punto de saturación con respecto al arte sacro. El ventanal es enorme y me apoyo en él para mirar fuera. A mis pies, el antiguo foso del castillo y más allá el parque. Pasa un tío corriendo, me fijo en él porque corre de manera ridícula, efectiva pero ridícula, con los brazos caídos a los lados del cuerpo y las manitas levantadas. Da zancadas levantando las rodillas y va extrañamente erguido. Parece una estatua articulada. Le sigo con la mirada y me fijo después en el señor gordo que sentado en un banco mirando al castillo habla por teléfono y fuma. Pelo blanco, traje oscuro, gabardina larga. ¿Con quién habla? No será de trabajo, no tiene pose de estar hablando de negocios, ni con su mujer. ¿Tendrá una amante? ¿Discutirá con su hijo veinteañero que le llama para decirle que no pasará el finde con él a pesar de habérselo prometido? La joven del banco siguiente lee. Parece un cuaderno de notas. ¿Serán suyas o de otro? ¿Un diario? Lleva coleta y pantalones negros ajustados, como el 85 % de las milanesas. Sin calcetines, como el 90 % de ellas. No mira al castillo, ni a nadie, solo lee. En el último banco, el que está justo debajo de mi ventanal, hay un tío con gorra. Parece atractivo. Está sentado, completamente relajado, tiene la bici al lado y parece estar como yo, mirando la vida pasar, sin más interés que ser. No mira el móvil, ni tiene un libro, ni fuma, ni come ni bebe. Solo mira. Levanta la vista y me ve. Sonrío aunque creo que no me ve. Se quita la gorra. A lo mejor sí me ve. Milán es verde oscuro como su gorra. 
Milán es azul. Azul brillante es el cielo desde los tejados de la catedral. Azul es el vestido de la mujer de "El beso" y las contraventanas de las casas. Azul marino es el color del que van vestidos todos los hombres guapos que veo. Y son muchísimos. Un policía en la plaza del Duomo, un vigilante en la pinacoteca de Brera, un tío en chándal hablando por teléfono al lado del canal, otro con coleta y estiloso hasta el infinito con el que comparto minutos frente a "El beso". 
Milán no tiene nada me dijeron. 
Milán es de colores y me ha encantado.