Tres años antes de que la mayor crisis económica de los últimos 70 años de nuestra historia occidental se abalanzase sobre nosotros, vaciando nuestros ligeros bolsillos, hundiendo familias enteras y destruyendo cualquier sueño de un futuro de bienestar en, la que nos habían convencido durante décadas, próspera Europa, un lúcido autor sueco, Stieg Larsson, publicaba la mejor radiografía del futuro desastre y, al mismo tiempo, la mejor novela negra en muchos años.
Contando la historia de una “inadaptada social” según los cánones legislativos (madrina de las hordas de futuros indignados que hartos de la ineficacia, establecida como forma generalizada de funcionamiento, decidieran alzar su voz) y un periodista económico de moral flexible -puede silenciar ciertas atrocidades pero no duda en machacar a ciertos de sus objetivos- (símbolo perfecto de unos medios de comunicación atados, en la mayoría de los casos, por los ingresos publicitarios y los consejos de administración) que intentar dilucidar el pasado de un miembro de una familia rica, venida a menos, en la que la mayoría se odia o, como mínimo, se ignora (metáfora de una Europa dividida por intereses personales pero condenada a mantenerse unida) Larsson no sólo deleitó a millones de lectores sino también anticipo lo que tres años después, la crisis actual, sufriríamos en nuestras propias carnes.
Casi al mismo tiempo, la productora de David Fincher, Cean Chaffin, corría por los pasillos de la industria del cine buscando al director para proponerle su adaptación al cine. La novela circulaba en circuitos reducidos y la fama llegaría más tarde, por lo que nadie podía imaginarse que una serie televisa pudiese interesarse por una historia con tantos temas delicados. Pero Cean Chaffin conocía las obsesiones del realizador y la novela se le ajustaba como un anillo. David Fincher le pidió que se la resumiese, y cuando escucho la trama, pensó que se había vuelto loca.
Impresos millones de ejemplares y rodada la trilogía sueca por Niels Arden Oplev (muy digna por cierto), el director decidió que no dejaría pasar esta oportunidad de regresar a su tema predilecto, la maldad en su versión global: social, económica, familiar, sexual y política.
De cada película de David Fincher se podría escribir un libro (de hecho debería hacerlo para rendirle personalmente justicia por fascinarme durante 20 años, desde 1992 con su particular Alien hasta hoy, sin interrupción) pero es tal la riqueza visual y la perfección de sus trabajos que todo comentario se queda corto. Además de homenajear en esta película a Alejandro Amenábar con unos planos muy similares a los de Tesis (1996). En este caso me limitaré a un detalle de su biografía, 2 minutos del film de los 160 que dura y un reproche.
David Fincher pasó su infancia en California, muy cerca de la bahía de San Francisco. Cuando tenía solamente 4 años el asesino del Zodiaco, que llevó al cine en su magistral Zodiac (2007), empezó a cometer sus crímenes y continuó haciéndolo durante 12 años. En un momento de su sangrienta carrera el psicópata amenazó con establecer a los niños como su próximo objetivo. El pánico ya era generalizado pero esta declaración llevaría a rozar la histeria a muchos de los habitantes del condado. El terror era tan intenso que los autobuses escolares (en uno de ellos se encontraba todos los días el futuro director) eran protegidos por helicópteros que los seguían hasta el colegio. En las películas de Fincher el ruido, o en su forma más reconocible, la música, ocupa un lugar tan importante como los numerosos planos en picado que, lejos de una protección divina, se acercarían más a una amenaza permanente.
Esa maldad que adapta múltiples formas se presenta en esta película de manera inmediata. Tras la recepción de la flor anual del jefe del clan familiar, David Fincher construye los títulos de crédito más alucinantes de la historia del cine. Mejor aún que los de Seven (1995). Unas formas negras mutantes (como la tinta de los tatuajes del protagonista o las fotos de Álvaro Villarrubia) que asfixian a los seres humanos, los transforman en animales o en ángeles caídos, en medio explosiones de carne y deseo, ardientes de rencor y deformados por el odio que se ven manipulados por un sistema de información -el teclado del ordenador- que no permite ni intimidad ni comunicación.
Los lenguajes cinematográficos y los literarios son tan distintos que estimo que una buena adaptación no significa que deba llevarse todo el contenido de una novela a la película. El director recorta muchos pasajes, ignora relaciones importantes entre los personajes o concentra en un persona dos papeles (los que la han visto y leído la novela entenderán a que me refiero).
No pasa nada. Cuestión de estilo o, muchas veces, de presupuesto, puede estar más que justificado mientras que la película no se resienta. Pero el reproche es no incluir la esencia de la novela que el autor quería transmitir. Casi al final de la novela cuando la Bolsa sueca se hunde a raíz de sus publicaciones, el protagonista, en una entrevista, afirma que este hecho no tiene la mínima importancia y lo justifica, más o menos, así: su hundimiento sólo significa que un grupo de grandes especuladores está transfiriendo actualmente sus portafolios bursátiles de las empresas suecas a las alemanas. Son las hienas de las finanzas, los que sistemáticamente destruyen una economía nacional para satisfacer los intereses de sus clientes. Stieg Larsson definió la economía de los últimos años con tanta clarividencia que no se puede añadir nada más.