Durante algunos años fui director creativo de una gran marca
francesa de automóviles cuyos mandamases, al igual que los
socios de nuestra agencia en Paris, eran muy aficionados a los
toros en general y a la Feria de Sevilla en particular.
Dadas las circustancias, no hubo más remedio que financiar una
costosisima caseta en el real de la feria para dar cobijo
a tanto entusiasmo por el cachondeito fino.
Lo que supuso, entre otras cosas que prefiero olvidar, que aquí
este chinito tuvo que confeccionarse un par de ternos de señorito
andaluz y aprender a bailar sevillanas, como está mandado.
Con semejante concentración de intereses comerciales y desvarios
flamencos, los efectos de la manzanilla sobre la clase dirigente
gala alcanzaron, año tras año, verdaderos apoteosis de grandeur.
Todavía me pregunto como sobreviví a varias ediciones de la
Feria de Abril y mi estómago aún me recuerda lo malísimo que
es mezclar el fino con el chocolate con churros.
En todo caso, siempre recordaré la última madrugada de mi
última feria sevillana.
Estaba obligado a pillar, irremediablemente, el avión de las 6
y, al no encontrar otro medio de transporte, paré un coche de
caballos, pidiendo como un poseido que me llevara al aeropuerto.
El cochero, antes de arrear el caballo, me miró con guasa diciendo:
"Eso coge un poco retirao...¿nocreusted?".