Unai andaba preparando el proyecto de Las Minas de Bilbao - Bilboko Meatzak, que esta primavera reivindica el papel de la actividad minera en el desarrollo industrial y económico de Bizkaia. Hablando de esto y de aquello, de repente me preguntó si yo sabía algo acerca de la alimentación de los mineros entre finales del s. XIX y principios del XX.
Poco le pude decir porque poco comían los pobres: con suerte, alubias con tocino rancio y pan duro día sí y día también, comprados a precios desorbitados en los economatos de las compañías mineras. De estas cosas, si algo sé (como de todos los temas) es a través de los libros. No de sesudos tomos de historia, ni de novelas modernas que vete tú a saber quién las ha escrito y cómo se ha documentado. Lo mejor para saber cosas de una cosa tan sencilla y prosaica como el comer es leer folletines. Novelones y dramas, obras sacadas del magín de Pérez Galdós, Clarín, Baroja o Pardo Bazán. En un libro así, que disecciona la sociedad de su época y seguramente nadie lee por aparentemente viejuno y rancio, se puede aprender mucho sobre las mesas de mineros vs. señoritos del Bilbao de 1900. Vicente Blasco Ibáñez, aparte de pasearse en tartana entre cañas y barro del delta del Ebro, vino a Bilbao y se quedó con todo. O con lo suficiente para escribir en 1904 "El intruso".
De cómo comían los pobretones y las miserias de los economatos:
[...] Llegaban los peones fatigados por el trabajo de romper los bloques arrancados por el barreno, de cargar los pedruscos en las vagonetas, de arrastrarlas hasta el depósito de mena y volverlas á su primitivo sitio. Después de una mala comida de alubias y patatas, con un poco de bacalao ó tocino, dormían en aquel tabuco, sin quitarse más que las botas ó, cuando más, el chaquetón, conservando las ropas impregnadas de sudor ó mojadas por la lluvia. El aire, estancado bajo un techo que podía tocarse con las manos, hacíase irrespirable á las pocas horas, espesándose con el vaho de tantos cuerpos, impregnándose del olor de suciedad. [...]
[...] La cantina ocupaba el piso bajo, amontonándose en ella los más diversos objetos y comestibles, unos en estantes y tras sucios cristales, otros pendientes del techo... Allí estaban almacenados todos los víveres, por cuya conquista dejaban los hombres pedazos de su vida en el fondo de las canteras. Aresti conocía aquella alimentación; alubias y patatas con un poco de tocino. El arroz, sólo era buscado cuando la patata resultaba cara. Además, colgaban del techo bacalao y trozos de tasajo americano entre grandes manojos de cebollas y ajos. El pan se amontonaba detrás del mostrador, al amparo de los dueños, como si éstos temiesen los hurtos de los parroquianos ó una súbita acometida de los hambrientos que pululaban afuera. Un tonel de sardinas doradas por la ranciedad, esparcía acre hedor. De las viguetas del techo pendían baterías de cocina, y en las estanterías se alineaban piezas de tela, botes de conservas, ferretería, alpargatas, objetos de vidrio, pero todo tan viejo, tan oxidado, tan mugriento, que, lo mismo comestibles que objetos, parecían sacados de una excavación después de un entierro de siglos.[...]
Mientras, los vulgares nuevos ricos se ponían como el quico, gastando a manos llenas en los mejores manjares:
[...] Y hasta más de media noche duró la cena en el fondín principal del pueblo: un banquete de platos populares y substanciosos, tales como los soñaban aquellos ricos improvisados en su época de hambre: conejos de monte, gallinas en toda clase de guisos, bacalao bajo todas las formas, un interminable desfile de viandas vulgares rociadas desde la primera á la última con champagne de las mejores marcas. El champagne era para aquellas gentes el distintivo de la riqueza; lo único que habían podido copiar de las clases elevadas. Lo querían del más caro para que constase bien su opulencia y lo gastaban á cajas, abriendo á golpes las botellas, riendo como niños cuando el líquido se derramaba por el suelo, mojándose unos á otros con la espuma, bebiéndolo en tanques y llenando á veces las palanganas para lavarse la cara con el precioso vino, despilfarro que á los postres nunca dejaba de producir hilaridad.[...][...] El médico atraía las miradas y las preguntas de todos los convidados. Era un original que despertaba interés, viviendo como un solitario en la montaña, en medio de la gente de las minas, de la que se hablaba con cierto miedo en aquel interior elegante y rico. Al recordar las canteras de trabajo rudo y aquellas chabolas, donde dormían amontonados los hombres, digiriendo con tragos de agua roja las cucharadas de alubias con tocino, sentían la voluptuosidad del egoísmo. El comedor les parecía más hermoso, y sonreían al desfile de manjares, á las angulas del país, enrolladas como lombrices en la tartera de plata, á los platos extranjeros que nunca faltaban en la cocina de Sánchez Morueta y á la fila de copas de diversas formas y colores que cada uno tenía delante, y en las cuales iban cayendo los vinos más diversos, desde el Tokay y el Chablis del principio de la comida, hasta el Cordón Rouge y el Pomery, que servirían al final.[...]
El intruso. Vicente Blasco Ibáñez, 1904
Resumidamente, le conté a Unai que sobre la triste alimentación de los mineros poco le podía yo contar, pero sí de lo que significaron los dineros de la minería en la historia de la gastronomía vasca. Todos aquellos capataces, jefes y empresarios, ricos gracias al hierro que se sacaba de la tierra, querían epatar al personal. Presumían de fortuna con sus casas, coches, ropa y por supuesto, comida. Y como entonces lo que estaba de moda era ir de finolis al estilo europeo, las señoras necesitaban quien les hiciera refinadas recetas que pudiesen poner verdes de envidia a las visitas y competir con las de Londres o el mismísimo París.
De ese modo surgió la cocina vasca como la conocemos hoy en día, mezclando los ingredientes tradicionales con técnicas más cosmopolitas. Entonces abrieron también, al rebufo de los bolsillos llenos de billetes, los primeros restaurantes como El Amparo o el café Suizo.
Los bilbainos de entonces, igual que los de ahora, no necesitaban grandes excusas para pegarse una cuchipanda. En plena revolución industrial, la ciudad creció a ritmo frenético hasta multiplicar por seis su número de habitantes, muchos de ellos mineros de las explotaciones a cielo abierto de Mirivilla y Bilbao la Vieja. Por sus calles paseaban personajes tan diversos como Miguel de Unamuno, Facundo Perezagua, Pichichi, Sabino Arana, María de Maeztu, Cocherito de Bilbao y por supuesto, Maritxu la marquesa de Parabere.
A todos ellos les haremos un homenaje de la mejor manera: comiendo y bebiendo a su salud. Este viernes 11 de abril tendrá lugar la primera cena de recreación histórica bilbaína, a beneficio de los proyectos culturales de Bilbao Historiko.
Al más puro estilo 1900, la cena incluye cóctel de bienvenida con agua de Bilbao, aperitivo, entrantes, primer y segundo plato, postre, café, copa y puro no, pero porque no nos dejan. Pos si aún queréis más, habrá actuaciones musicales de cupletistas, cabareteras y demás artistas de variedades.
Esta iniciativa de Bilbao Historiko cuenta con la colaboración del Café La Granja, el Grupo Iruña, el Otxote del Colegio de Abogados, La Otxoa, Karmele Larrinaga, Fernando Botanz del Desfile Bilbao 1900, y la menda, que ha seleccionado el menú y vestida ad-hoc presentará los platos. Recetas antiguas y originales de la época de las hermanas Azcaray, la marquesa de Parabere o Alejandro Carevivière (chef de la Sociedad Bilbaína entre 1900 y 1930). El objetivo es recaudar dinero para divulgar nuestras raíces mineras e impulsar, con ello, la promoción cultural y social de los barrios históricos de Bilbao.
La #cenaBilbao1900 será este viernes 11 en el centenario café La Granja, y podéis reservar vuestra entrada (donativo de 65 euros, 56 con el 15% de descuento patrocinado por el grupo Iruña) en la Expogela de Bilbao Historiko (c/ San Francisco, 32), o en los cafés de La Granja e Iruña.
Mañana os detallaré el menú y otras sorpresas, pero de momento, pensad en el disfraz (se ruega acudir vestido de época) y en que es por una buena causa.