Y en esa investigación me topé con la archiconocida Marie Kondo y sus japoneses métodos para establecer orden. He de confesar que esa vertiente asiática del minimalismo no me llega, igual porque no encuentro identificación cultural. Pasé por otros autores y cayó entre mis manos el manual Menos es más. Cómo ordenar, organizar y simplificar tu casa y tu vida, de la norteamericana Francine Jay. Sin dejar de ser un libro de autoayuda, no nos engañemos, me pareció más accesible y, sobre todo, más práctico y realista. Total que sin prisa pero sin pausa he empezado a poner en práctica algunos de sus consejos con respecto al entorno físico. Y debo reconocer que despejar espacios y tirar mierda ha sido muy satisfactorio.
Y en ese afán de llevar al mínimo he ratificado que con muy poco se está muy bien. Pero muy poco. De hecho esa recomendación de Jay de plantearnos qué nos llevaríamos en una maleta si tuviésemos que trasladarnos urgentemente me hizo comprobar que le tengo muy poco cariño a la mayor parte de las cosas que me rodean y que, como entiendo que la mayoría, pensaría exclusivamente en lo útil. Y eso me cabe en una maleta seguro.
Lo más interesante de este acercamiento al minimalismo es que, obviamente, una acaba extrapolando y dándose cuenta de todo lo que sobra que no son cosas propiamente dichas. Y ahí es donde la idea me desborda y empiezo a ver lo accesorio de la mayoría de actitudes y gurúes, de salvadores y consejeros, de cuñados y jueces sin carrera, de insolidarios y salvapatrias, de analistas sin formación, de pesimistas en exceso y de optimistas ingenuos, de llorones sin motivo y de desmemoriados que ahora se quejan de las consecuencias de lo que votaron antes. Y como no puedo hacer limpieza de todo eso abro el armario, empiezo a separar y a quedarme con lo necesario y consigo darle a mi cabeza un poco de tranquilidad.